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Cosas que hacemos y decimos la gente-por Blanca Gómez López

13/10/2007

Dos momentos de la vida reciente, sin ningún protagonista en común pero conmigo como testigo.
Dos momentos de mi vida reciente, entonces, en realidad:

Primer momento

Me habían llamado para entrar como voluntaria a lo de jugar a ser bibliotecaria. La manera de empezar no era sino la típica reunión jefecillos-novatos que tiene como objetivo la presentación mutua, por un lado, y un análisis unidireccional, que inevitablemente acaba siendo igual de mutuo, por el otro. La existencia de tal reunión, por sí misma, me parecía excitante, supongo que en gran medida porque se trataba de uno de los primeros actos que representaba pasos hacia mi integración en la sociedad barcelonesa, de modo que llegué sobrada de hora. Bueno; porque me parecía excitante  y porque la conexión a internet de casa no respondía y yo no estaba segura de la dirección, pero vaya, que esta otra circunstancia no hacía sino incrementar mi excitación, así que todo lo que pasaba vale, en realidad, como causa única de mi pronta llegada.
Llegué sobrada de hora, pero no la primera. Allí estaban ya, además de todos los anfitriones, tres de los otros cuatro que me acompañaban en el lado de las cosas.
A la hora que todo debía comenzar la cuarta en cuestión no había aparecido, conque, como la tensión hasta ese momento había hecho que todos deseáramos empezar cuanto antes, pues eso hicimos: empezar sin ella.
El desarrollo de la reunión no merece demasiada mención, en realidad. Lo que quiero destacar como comienzo de la verdadera anécdota es cómo ella, la cuarta, apareció media hora tarde.  Allí estaba, tan moderna, tan enfadada. No se disculpó por la hora, sí se quejó por el atasco. Entre dientes, eh, no a modo de excusa ni de nada que se le pareciera. Mientras -y quiero decir mientras, a la vez, al tiempo- , el monólogo de uno de los jefecillos proseguía. Proseguía y nos explicaba las tareas de que tendríamos que encargarnos los voluntarios, los posibles horarios en que nos podríamos encargar de ellas, el hecho de que menos de ocho horas semanales presenciales por nuestra parte no resultarían especialmente útiles ala asociación...
Ay. Lo que se le había ocurrido decir, al monologuista. Nuestra chica, en este momento exacto de la conversación, interrumpe el discurso para contarnos que, antes de que se dé malentendido alguno, ella ha de dejar caro que no podrá venir nunca, en persona, a la asociación. Que vive lejos, que  contaba con otro tipo de puesto, que ya bastante había hecho con venir a la reunión desde su pueblo, que qué infierno Barcelona, que un día nos vamos a morir todos, que tres horas para llegar.
La jefa más jefa se queda algo cortada y, tras comentar la jugada con algunas de sus compañeras, le dice a la chica que si quiere pueden buscar la manera de que haga lo que se llama hoy en día voluntariado virtual, que a veces se ha hecho, que son tareas que podría hacer desde casa.

Vosotros pensaréis que, después de aquello,a la cuarta no le quedaba más remedio que cambiar de humor, porque qué guay, había encontrado lo que buscaba. Pues ella no. Veinte minutos después, vuelve a interrumpir la reunión -esta vez sin esperar a que venga a cuento, que la verdad, siempre es un detalle- para hacernos saber que opina que es súper injusto que la gente de los pueblos no tenga oportunidades de hacer nada en su localidad, que en Barcelona todo y a 70 kilómetros -los 70 a los que se le había ocurrido vivir, a la criatura- , que eso, que nada de nada.


Segundo momento

Eran las nueve y media de la mañana, y era jueves. El grupo de disminuidos psíquicos con los que paso un rato cada vez que es jueves esperaban en el patio a que su monitor  y yo nos hiciésemos con todos los bocatas para poder salir, por fin, de excursión. Nos íbamos, de ídem, al castillo de Montjuic, y todos estaban bastante encantados, si tal cosa existe. Es que estaban bastante encantados, la verdad, por eso lo digo, cada uno de ellos practicaba esa cara de descreimiento de “no, a si a mí me da igual”, pero también la de “qué guay”, todos -ellos- , las dos -caras-, a ratos.
El cielo estaba despejado, pero no demasiado. Laura no paraba de repetir -en general Laura no para de repetir cosas, y en aquel momento tocaba aquélla- que qué haríamos si empezaba a llover, que dónde comeríamos, que qué haríamos si empezara a llover, que dónde comeríamos. Unos trescientos “qué más te da, si llevas impermeable, pues nos mojamos y listo” después, Adrià -el monitor- le contesta que se queda en el centro. “Laura no viene, que no está de acuerdo con mojarse si llueve”. Laura se calla, tiene que pensar cómo explicar lo que siente. Tras unos segundos, la conversación -por fin- se acaba, no sin antes desarrollarse de la siguiente manera:

-¿Y por qué no se quedan también los demás?
-Porque los demás no quieren quedarse, prefieren ir pase lo que pase
-Pues voy, si yo no quiero quedarme yo, yo lo que quiero es que se tengan que quedar todos, porque es que va a llover, si está claro.


Yo creo que Laura explicó mucho mejor la misma sensación que la moderna, ¿no?

1 comentario

Axl -

La de veces que he pensado en situaciones similares, que cuando Dios repartía cerebros, a alguien se le cagó en la calavera...