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Cosas que hacemos y decimos la gente-por Blanca Gómez López

09/02/2008

El miércoles, a eso de por la mañana, conocí a José Antonio. José Antonio es uno de los jefes de estudios  del instituto donde acabo de empezar a dar clase; el otro jefe de estudios, el que no es José Antonio sino Robert, se ausentará una temporada y por razones personales de su cargo en el centro, lo cual convierte temporalmente a nuestro recién conocido -para vosotros aún más recién y aún menos conocido que para mí- en una persona con un poder de decisión casi absoluto en lo que a la gestión del citado centro se refiere. Ahora bien: aunque a priori pueda parecer un tema interesante, la cuestión que aquí nos ocupa no es lo que José Antonio hace, o deja de hacer, con ese poder. No lo es siquiera si desea en absoluto  poseerlo, o más aún, ejercerlo -aunque bien podría haber sido que sí lo fuera, la cuestión, digo, porque la verdad es que no parece hacerle la más mínima gracia-.
Sí lo es, sin embargo, cómo lo ejerce. La manera en que se desenvuelve en el cargo. Sí es ése es  el intríngulis de esta historia: intentar transmitiros el estado de terror permanente en que vive José Antonio mientras ocupa su puesto de trabajo.
Sólo llevo dos días en el centro, y os puedo decir que creo que José Antonio vive en un estado de terror permanente mientras ocupa su puesto de trabajo debido únicamente a la existencia, en última instancia, y a la cercanía en que transcurre ésta, en primera, de su compañero Robert.

¿Cómo lo sé? Lo sé porque ocurre que se me ocurrió, a lo largo de mi primera conversación con nuestro conocido temeroso y debido a que sustituyo a nuestro temido desconocido, sugerir al primero que tal vez fuera buena idea llamar al segundo con el objeto de resolver algunas de mis dudas al respecto de las asignaturas en las que había de sustituirle. La respuesta que obtuve fue:
-Bueno, igual sí, no creo que se enfade.
No creo que haga falta decir que el simple hecho de que su respuesta inmediata no fuera llamar al sujeto sin más resultaba, por sí misma ,sospechosa, por mucho que se ofreciera disfrazada de lo contrario  -¿enfadarse? ¿por qué tendría que enfadarse?-* . De todas formas, no hacía falta ni siquiera esa sospecha inicial para percibir la ansiedad que mi propuesta había despertado en nuestro jefe, y es que el resto de la mañana, resto durante el cual yo opté discretamente por no volver a sacar a colación teléfono alguno, transcurrió en consecuencia entre la ausencia total del tema en la conversación y los momentos estelares en los que él sí decidía sacarlo. Estos momentos, muy alejados entre sí en el tiempo y no entre sí pero sí alejados de venir en absoluto al caso -de verdad, nadie más que él sacaba el tema-, tuvieron en su contenido una progresión de naturaleza parecida a la de los que aquí reproduzco:

-O sea, que igual no hace falta llamar en absoluto a Robert.

-Ah, pues mira qué bien, ya no llamamos a nadie.

-Si ya sabía yo que no hacía falta molestarle.

O sea, que sí. Que tenía mucho miedo de que se me ocurriera coger el teléfono, desde el momento en que la idea comenzó a existir. No quería que lo hiciera y así me lo dio a entender. Sin embargo, tampoco se atrevió a dejarlo tan claro, con aquella primera frase. Si tan horrible le parecía la posible conversión de la idea en acción, podría haber enunciado una más parecida a “Bueno, igual no, llamar a las personas a su casa es motivo suficiente para que se enfaden”.Pero claro, las personas o tienen miedo de las demás personas o no lo tienen, es decir, es muy difícil que alguien le tenga miedo a su compañero de despacho y que no resulte que tiende, en general, a tener miedo de la gente mientras no se demuestre que no es digna de su terror. José Antonio tenía miedo de mí, también. Menos que de Robert, eso está claro: lo importante era mostrar sus reticencias a llevar a cabo la idea de la llamada, cosa que hizo con bastante solvencia. Pero más que ninguno, eso también está claro: a la hora de mostrarlas, sólo se atrevió a “creer que no se enfadaría”.

Eso sí: si tengo razón y el enunciado de la frase que da sentido a esta entrada responde a la existencia de dos miedos de intereses contrapuestos e importancia diferente, entonces he de admitir que  cómo se desarrollaron el resto de sus frases sobre el tema a lo largo de la mañana no muestra sino que su miedo más débil, el que pudiera tenerme a mí,se fue diluyendo. A las dos ya estaba siendo incluso borde, diría yo. Qué manera de no imponerme a nadie, la mía.

* Por si así a priori la sospecha no os parece del todo obvia, os diré que la susodicha llamada es la manera estándar de empezar una sustitución en el marco de la enseñanza pública: en este tipo de centros, al no existir los jefes en el sentido clásico de la palabra, nadie sabe en realidad lo que hace el resto de los nadies durante el desarrollo de sus clases, de modo que el día que un nadie-interino comienza en un centro a sustituir a otra persona a los nadie-directores les falta tiempo para meterle el teléfono en la boca, y quitarse así todo el marrón que puedan de encima.

3 comentarios

blan -

Totalmente de acuerdo; con los dos,eh.

Manolo -

Ya, y lo flipante es que no hace ninguna falta la jerarquía. Basta con la falta de confianza; así que uno acaba haciendo menos caso y cuidando menos a quien más nos cuida y nos quiera (y a quien damos por hecho) que a un capullo al que no conocemos mucho y tal.

clara -

Me fascina el tema "miedo". Sobre todo el miedo a alguien teóricamente superior, como un jefe o algo parecido. Me has hecho pensar en un montón de cosas que he dicho y dejado de decir, que he hecho y dejado de hacer por miedo a mi jefa. Sí.