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Cosas que hacemos y decimos la gente-por Blanca Gómez López

23/03/2008

Hace un par de días, mientras paseaba con Manolo por Ciudadela, encontrándonos en un callejón que parecía peatonal por un lado y silencioso por el mismo, apareció, en un momento dado, un coche detrás de nosotros. Paró en lo que parecía la puerta de atrás de algún negocio, y en lo que indudablemente era, a la vez, el espacio en el mundo inmediatamente contiguo al ocupado por nosotros dos. Que se puede decir que nos llegó a rozar, vaya. Entonces tocó el claxon. Lo tocó durante un tiempo desde cualquier punto de vista excesivo y a un volumen que desde el nuestro lo resultaba también, dada la distancia a la que nos encontrábamos. No pasó nada más. Nadie que pueda ser considerado gente dijo ni hizo nada más.
Precisamente por eso, porque lo único que sabemos de aquel desconsiderado caballero es que no tuvo demasiado tacto en su manera de hacer sonar su bocina –y porque nos sobresaltó lo suficiente como para que el incidente adquiriera el rango de anécdota, y su protagonista, así, de personaje del viaje-, el señor del claxon fue a partir de entonces y para nosotros sólo eso, el señor del claxon. Y ahora lo es para vosotros también.

Yo siempre he pensado que, de las maneras en que quedamos inmortalizados en el mundo –en los demás, por definición-, la que está constituida por millones de recuerdos de personas por nosotros desconocidas, cada uno de los recuerdos comprendido a su vez por un único aspecto, momento o actividad de nuestras vidas, es de las maneras más bonitas que hay. Ser la chica de ayer del autobús, la que entrenaba en el IBM, la que compraba naranjas de las baratas, a la que asusté con el claxon. De las más bonitas y con un grado de correspondencia con la realidad –la de cómo es nuestra vida- que creo puede llegar a superar el de la manera de dejar huella que tenemos más presente, la de los recuerdos complejos que guardan de nosotros los que tenemos más cerca, demasiado distorsionados a veces por factores ajenos a los hechos, ya sean sentimentales, de proyección propia en el recuerdo o de vaya usted a saber. La que compraba las naranjas baratas, esa lo soy. Seguro. Una buena amiga –espero que alguien lo piense de mí, claro-, eso está por demostrar.

Sin embargo, yo ya he distorsionado mi recuerdo del señor del claxon. El mío y el de todos, porque ahora le recuerda más gente de la que le oyó, y porque, por supuesto, el incidente ha sido ligeramente novelado. De modo que, ahora que la correspondencia con la realidad de esta forma de inmortalidad que me gusta tanto ha dejado de ser importante en el caso del señor del claxon y yo, he pensado que voy a atreverme a proponer que vayamos más allá en la distorsión del recuerdo, y nos inventemos su historia. Una vez le he negado el recuerdo efímero e intrascendental al que me debería haber limitado, si nos inventamos su historia quedará al menos inmortalizado de la manera más antigua y divertida de todas: la de las cosas que se cuentan y nunca ocurrieron.

Mis propuestas –y espero, ansiosa, las vuestras-:

-Llegaba algo tarde a por su hija a la tienda. Algo tarde o no, porque con estas cosas nunca se sabe. Iba a nacer su primer nieto. Ella ya había roto aguas, le había llamado histérica –el padre de la criatura se encontraba fuera de la ciudad- y él había llegado lo antes posible, que no estaba seguro de que fuera lo antes suficiente. Con los nervios del primerizo, del que no sabe si tendrán tiempo, del que no quiere fallar a su hija… con esos nervios toca el claxon para que ella sepa que ya está allí.

- Llegaba algo tarde a por su hija a la tienda. Algo tarde o no, porque con estas cosas nunca se sabe. Iba a nacer su quinto nieto –quién lo hubiera dicho, él, que había tenido una única hija-. Ella ya había roto aguas, le había llamado histérica –el padre de la criatura había estrellado su coche una semana antes, quedando inutilizado el automóvil y lastimado el padre- y él había llegado lo antes posible, bastante seguro de que llegaba a tiempo. Era un abuelo experimentado. Llegaba a la tienda relativamente calmado, pero inquieto, claro está. Relativamente calmado porque controlaba la situación: sabía que aún quedaban horas, sabía que tenía que llegar, tocar el claxon muy fuerte para que ella le oyera desde el salón, esperar a que la ayudaran a salir. Sabía que no había demasiada prisa.

-Por fin un día de vacaciones.Y soleado, además. Por fin un día en que la mujer de Sebas le había dado permiso para salir a pescar con él. Habían quedado en que éste pasaría a buscar a aquel a eso de las cuatro, cuando su mujer acostumbra a echarse a dormir un rato de siesta, rato en el cual, por tanto, no echaría tanto de menos a Sebas y sus cuidados. Han quedado en que le recogería en la tienda. En que llegaría y haría sonar el claxon muy sutilmente –para no despertar a la que querían que volviera a dejar a Sebas salir a pescar-. El claxon, y bajito. Nunca el timbre; el timbre la despertaría seguro. Pero nuestro hombre, que nunca utiliza el claxon porque es de temperamento tranquilo y porque vive en Menorca,  había olvidado que llevaba un año estropeado. Que no podía si quiera rozarlo sin que se disparase. Se había olvidado, y, en cuanto lo tocara, la despertaría. Y ahora está por ver que Sebas pueda volver a ir de pesca alguna vez.

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