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Cosas que hacemos y decimos la gente-por Blanca Gómez López

08/05/2008

A mí me parecía que estaban de acuerdo en todo, aunque no porque en algún momento tuvieran la misma opinión sobre alguno de los temas que tocaban. En ninguno la tuvieron, como ahora os contaré. Me lo parecía, sin embargo, por su interés en temas relativos -todos ellos- al dolor o la muerte. Por la pasión con que los sacaban, la profundidad con que los trataban, el esfuerzo con  que fingían no hacer ni una cosa ni la otra. Ya, eran ancianas, estaban en un centro de salud, de qué otra cosa podían haber estado hablando, supongo. Es que nunca he creído demasiado en los estereotipos, y cuando se me aparecen, pues eso, que me cogen con el pie cambiado.

El caso es que a ellas les parecía que el desacuerdo era total. Al fin y al cabo, mientras la del moño cuidadosamente sujeto pensaba que al dolor se acaba acostumbrando uno, la que no se había acicalado demasiado aquella mañana opinaba que, a eso, no se acostumbra uno nunca. Si la una hubiera estado dispuesta, de ser  posible hacerlo, a sufrir cualquier enfermedad si así conseguía liberar de ella a sus hijos, la otra sin embargo no lo tenía tan claro. Y al respecto de si hay que intentar dormir cuando el dolor no nos deja, la opinión de cada una incluía un no dar crédito a la de la otra, dada la disparidad existente entre ambas. Total; que igual tenían razón. En realidad no parecía que fueran a ponerse de acuerdo sobre ningún aspecto concreto, a pesar de parecerse tanto.

Y, de pronto, lo que no parecía ocurrió.

Las dos pensaban que al destino uno no puede escapar. Que lo que está escrito que nos pasará nos pasará, y que qué importancia puede tener, dado que es ése el caso, marear la perdiz con elucubraciones.
Según se hizo evidente su acuerdo, se quedaron mirando fijamente. Después de esa mirada y de sonreir con timidez decidieron guardar un ciertamente incómodo par de minutos de silencio. Entonces una decidió romper la intimidad del momento explicitando lo que se convertiría en el ya segundo gran acuerdo entre ellas:

-Claro. Como del destino no se puede escapar, cómo vamos a opinar lo contrario.

La otra señora, la que fuera que no enunció la frase, asintió con la cabeza. Eso también era obvio.

Les parecía obvio que, si el destino está escrito, no se puede opinar con verdadera libertad sobre ello, o al menos lo que no se puede es opinar lo contrario. Y no les parecía ésta una consecuencia obvia en el sentido de que sus opiniones, una vez habían sido aquélla -y por tanto cualesquiera que hubieran sido- también estuvieran escritas de antemano, no. No es eso lo que se decían allí calladas. Ellas creían que no podían haber sido otras. Lo inevitable, pensaban -o al menos pensaron-, no se puede tampoco evitar opinarlo. Esto es: que las verdades sobre el sentido de la vida humana (que no digo que las haya, pero sí que lo sería el enunciado del destino en cuestión, de ser cierto),como las verdades a priori, no se pueden negar. Es como si, de alguna manera, fuéramos clarividentes ante las verdades de tan alto rango normativo: si es verdad en el mundo, es verdad, de antemano, en nuestra cabeza, que forma parte del mundo. Ojalá funcionara así todo. Digo yo.

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