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Cosas que hacemos y decimos la gente-por Blanca Gómez López

27/05/2008

 

Eran tres chicas, o quizá cuatro. Es posible, incluso, que fueran cinco. El número de ellas que realmente había es uno de esos datos que, debido a la peculiar naturaleza de mi relación con el grupo de personas del que quiero hablaros, sería incapaz de comprometerme a asegurar, aunque haya resultado parecerme lo suficientemente significativo en la descripción de los hechos como para decidir comenzar el párrafo con él. Pero no ha sido por capricho. Aunque no sepáis cuántas eran es relevante que os imaginéis, a partir de ahora, un grupo de chicas de unas características concretas en cuanto a dimensión -el grupo, digo-. No una chica ni dos, sino “un grupo”, que ya lo dice el término. Tampoco diez ni veinte, sino “un grupo” que, además de serlo, lo sea de un tamaño que posibilite una amistad de carácter multilateral y entre todos sus miembros. ¿Se entiende el concepto, no? Pues eso.

Pero os daré más datos, para que concretéis un poco más la imagen de nuestras chicas. Datos que, a pesar de mi peculiar relación con ellas, sí sería capaz de comprometerme a asegurar:
Que rondaban la treintena;
Que se conocían desde hacía tiempo -y es que los roles, dentro del grupo, estaban suficientemente desarrollados-;
Que habían decidido  hacer  juntas un viaje de cuatro días a Palermo, en Sicilia, con un saco de dormir y una mochila pequeña cada una, a modo de equipaje;
Que el mencionado viaje tenía el objeto de visitar a dos miembros más del grupo, que pasaban en Palermo una temporada, como mínimo, superior a los cuatro días que el resto permaneció allí, y en el suelo de cuya casa serían utilizados los sacos que las visitantes habían trasladado desde Barcelona.
Y ya.
Creo.

Decía que conozco todos estos datos a pesar de nuestra relación, pero también gracias a ella. A pesar de, porque nunca nos dirigimos la palabra. Es más: porque nunca emitimos, ni ellas ni nosotros -yo también viajaba acompañada, y al mismo destino, claro- la más mínima muestra comportamental -un saludo, una sonrisa, un cambio de la expresión del rostro- de habernos percatado de la presencia de “los otros”. Gracias a, porque esta actitud de demostración de ignorancia mutua fue insistentemente asumida a lo largo de todo el viaje, y digo insistentemente porque las oportunidades de deponerla -en las que todos los protagonistas de la historia coincidíamos en espacio y tiempo- fueron más numerosas de las que pareciera normal en un viaje de estas características.
Las enumero:
El tren de ida al aeropuerto de Barcelona. Trayecto: Passeig de Gràcia/Aeroport. 20 minutos.
El avión de ida. Trayecto: Barcelona/Palermo. 1 hora y media largas.
El tren que lleva al centro de Palermo desde el aeropuerto. Trayecto obvio. 55 minutos.
Una multitud frente al Teatro Massimo de la ciudad la primera tarde. Pasaba el Giro de Italia. Unos 5 minutos.
El restaurante donde comimos el segundo día. Ellas llegaron más tarde, y pasaron dentro. Nosotros habíamos preferido la terraza. 20 segundos.
Un concierto, nocturno y gratuito, en una plaza de cuyo nombre me sería imposible acordarme, esa misma noche. 10 minutos.
La cola de facturación para coger el avión de vuelta. 15 minutos.
El avión, claro. Ya sabéis cuánto tiempo.

Esas fueron las oportunidades. Como veis fueron varias y diversas. Y en ninguna nadie movió una ceja.

Durante el citado vuelo de vuelta, y a tiempo por tanto de cambiar la historia y de no poder explicarla en los términos en que lo estoy haciendo, me dio por pensar en las razones de tan testaruda actitud por parte de unos y de otros. Y no tanto las razones: me parecía mucho más llamativa la coincidencia de pareceres en el momento de decidir asumir tales actitudes. Y es que a todos nos había parecido, y nos seguía pareciendo mientras sobrevolábamos vete a saber qué, la manera más cómoda de llevar la situación, sin haberlo comentado entre nosotros seguramente ni a escala intragrupal. Sin embargo, según seguía pensando sobre ello, más que la coincidencia de pareceres me empezó a llamar la atención, sobre todo -aunque sólo cuando caí en la cuenta de que era así-,  la existencia de una situación diametralmente opuesta pero igual de familiar para todos nosotros:

Te presentan a alguien, le ves durante apenas minuto y poco, te lo encuentras en el metro, te sientes violento si no hablas con él. Y ya no digamos si te da por no fingir que no le conoces.

Entonces parece que cuánto tiempo veamos a una persona no es el criterio que hace que nos sea menos pesado hablar con pseudodesconocidos que fingir ignorarlos. El rito iniciático de la presentación parece que sí lo sea.

¿Las causas? Pues a ver:

Está lo de que con el presentado tienes, al menos, un tema en común del que poder hablar -esa persona que tuvo la gran idea de llevar a cabo la susodicha presentación-. Pero no, no es eso. El tema en común hace la conversación menos incómoda, pero no la genera, porque nadie siente inquietud verdadera por explotar el tema en cuestión. De hecho encuentro que, si la razón para sentirnos forzados a hablar con alguien fuera verdaderamente lo que tenemos en común, qué mayor coincidencia de intereses conversacionales  se puede tener con alguien que con aquel con quien compartes experiencias paralelas de un mismo viaje, digo yo.
 
Está lo de que el del metro sabe cosas sobre  nosotros -quiénes son nuestros amigos, por lo menos-. Pero no. Las treintañeras saben mucho más de mí que muchas personas que me han sido presentadas a lo largo de mi vida. Y lo digo en serio.

Está lo que yo creo. Yo creo que la violencia real de no cambiar el gesto ante la presencia del del minuto y poco radica en que existe la posibilidad de que esa decisión que hemos tomado, esa escena que hemos decidido representar, vuelva a nosotros. Que alguien nos cuente, en algún momento del futuro, cómo decidimos no inmutarnos, y que qué gracia, no, ya de paso. Y claro, a nosotros mismos sí que nos conocemos bastante. Y vernos haciendo el paripé sí nos molesta. No es ver haciendo lo propio ni a las treintañeras ni al presentado de minuto y medio en el metro. Es a nosotros.

6 comentarios

blan -

Nunca es demasiado dejar claro a quién no nos queremos tirar, que ahorra equívocos embarazosos

cler -

Blan, desgraciadamente sí, me pasa también aquí, por ejemplo con la portuguesa del restaurante de al lado. Y yo creo que en parte es miedo y vergüenza (con un pellizco de vaguería), principalmente a que la persona no nos reconozca (o que haga como si)y quedemos como tontos. Añadido al "y qué le digo, si nos hemos visto cinco minutos y no me la quiero tirar".
Creo que ya he dicho demasiado.

blan -

y a M, decirle que me gustaba mucho su actitud de querer fastidiar a las petardas, pero no creo que cuente si nos resulta tenso hablarlas pero lo hacemos porque las queremos fastidiar. ¿O sí?

blan -

Pues mira cler, esa situación no había sido citada, de hecho -creo-, y me parece súper interesante: la linea de olvido a partir de la cual volvemos al punto de no presentación. Y oye, ¿te pasa mucho ahora? Porque eso querrá decir que la linea se traza relativamente pronto, ¿no?

Manolo -

Bueno, yo acompañaba a la autora en los repetidos encuentros palermitanos y a mí sí me apetecía decir hola. Aunque fuera para hacerlas sentir más violentas todavía.

Eh, vosotras, holaaa, hola. ¿Nos habéis visto? Hola

cler -

Volvamos a la opción citada de conocer de algo (poco, pero conocerla) a una persona y verla con frecuencia (esto empeora la situación)pero hacer como si la hubiéramos borrado de nuestra memoria, como si no nos hubiéramos visto jamás. Léase un antiguo compañero del colegio, el hijo de la vecina de tu abuela o el panadero jubilado. En mi vida diaria se produce este hecho con una horrible asiduidad. Y es una mierda, porque no costaría nada decir "hola". Pero ni eso. Quién me habrá educado tan mal.