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Cosas que hacemos y decimos la gente-por Blanca Gómez López

12/01/2010

Me encantan esas situaciones en las que varias personas, cuantas más mejor, presencian un mismo acontecimiento, todas son conscientes de haberlo hecho, casi ninguna permanece interiormente indiferente ante aquello que acaba de ocurrir y, aun así, ninguna dice nada. Todas saben que el resto ha vivido lo mismo, todas saben de la adhesión de las demás a uno u otro bando - y me refiero no a que tenga que haber partes enfrentadas, sino a la simpatía o antipatía de cada uno hacia los bandos que representan las diferentes corrientes de opinión que automáticamente genera un hecho, y es que las más obvias e inmediatas no suelen resultar más de dos o tres-, nadie dice nada.

 

O sea: todos ven, todos sienten*, todos saben que no sólo son ellos los que sienten, nadie dice nada.

 

Os explico ya qué ha pasado, vale. Hace unos días, en la cola para subir al 28 en la parada que está cerca de la boca de metro de Vallcarca, un adolescente con pinta de vivir en los 90 y de ser de los que se cuelan en el autobús hizo honor a mis prejuicios y pasó junto a la máquina de cancelar billetes sin inmutarse, y, ya de paso, sin cancelar billete alguno. Iba con la música muy alta, como la señora que rompió la regla de oro nos hizo notar:

 

-Te has colado en el autobús, y eso no se hace, y llevas la música tan alta para poder hacerte el sueco.

 

Ella no lo dijo en forma de enumeración, sino más en plan indignada y con formas de señora sin el bachillerato venida a más en su vocabulario por el peso de la razón. Pero sí utilizó la expresión “hacerse el sueco”, que he reproducido fielmente y no por casualidad, sino para utilizarla a continuación hasta desgastarla y que me quede todo como más gracioso: sí, el chico se hacía el sueco. Sobre lo de no haber pagado, pero también sobre la bronca que le intentaba poner ahora en evidencia. Y no era sólo él quien se lo hacía: yo, que llevaba la música a un volumen indeterminado pero también existente, me hacía la sueca, exactamente igual, al respecto de ambas cosas -falta y reprobación-; el resto de los viajeros del autobús, que no sólo podían oír perfectamente todo lo que pasaba, como nosotros, sino que además no podían fingir que no lo hacían, porque no tenían dispositivos electrónicos a mano, se hacían los suecos sobre falta, reprobación, resoplidos posteriores de la señora ante la presencia de tanto farsante y, cómo no, rendición en última instancia de la pobre luchadora solitaria. Porque sí, la señora se rindió, haciéndose finalmente la sueca sobre sí misma y su inmediatamente anterior actuación. Aquí no había pasado nada, qué le íbamos a hacer.

 

Un montón de gente nos hacíamos los suecos ante lo que había pasado y ante el hecho de que todo el mundo se lo hacía, lo cual es hacerse el sueco sobre hacerse el sueco, rizando el rizo. Y al final reinó el silencio, y todos respiramos tranquilos, porque evidentemente es lo que pretendíamos desde el principio con nuestra actitud.

 

Pero antes de respirar, inquieta y durante mi actuación como testigo calzonazos, yo me preguntaba: ¿cómo puede ser que decir en voz alta que llevar música no “se vale” como excusa para fingir no enterarse de nada no sirva en absoluto para que, efectivamente, no se valga? ¿Qué extraño mecanismo lleva a que, tras ser mencionado explícitamente como mentira ruin, los dichosos casquitos a mí me siguieran valiendo de coartada? ¿Por qué el mundo es a veces menos estricto con las reglas acordadas que el desarrollo de cualquier juego infantil que se os ocurra, cuando en este último caso ya se presupone que básicamente existen para intentar saltárselas?

 

Y un poco después, pero siempre antes del silencio final, me pareció que había algo más raro todavía. ¿Cómo puede ser que decir en voz alta -y se dijo porque suena razonable, y lo suena porque todos pensamos que es extrañamente cierto- que, en cualquier caso, tiene algún sentido hacerse el sueco cuando se lleva puesta la música, dando a entender que resulta mucho más complicado en el caso contrario, no sirva para que el resto del autobús no fuera capaz de hacérselo?

 

Me encanta jugar a los días normales, porque no hay quien entienda las reglas.

 

*Me gustaría puntualizar aquí que aseguro que casi todas las personas se adherirían inmediatamente a una opinión sin conocerlas de nada, soy consciente, y es que cómo podría conocerlas, si de momento sólo estoy generalizando. Que la mayoría de ellas lo haga es simplemente una condición de partida: vamos, que para que “me encante”, como dice la frase introductoria de hoy, el hecho presenciado tiene que ser de tipo polémico, por un lado, y los testigos, por el otro, más de tipo humano.

16/12/2009

 

Acabábamos de subir al avión que saldría hacia Barcelona en cuanto pudiera hacerlo. Nos estábamos acomodando, los demás hacían lo mismo, por el pasillo pasaba mucha gente en cualquiera de la dos direcciones que permite llevar un pasillo de avión. Y, como siempre pasa durante este tipo de situaciones, ningún componente de toda esa gente, ni de la que pasaba ni de la que nos acomodábamos, estábamos lo más remotamente atentos a lo que pasaba a nuestro alrededor. De ahí que los acontecimientos que resultaron desarrollarse y que hoy os voy a explicar acabaran haciéndolo de la manera en que lo hicieron. Ay, si hubiéramos estado todos más atentos. Ay.

 

En estas estábamos, en no estar, cuando una chica de las que pasaba hacia aquí o hacia allí, en aquel momento y por nuestro lado, resultaba que nos ofrecía, así, de pronto, un mp3 que, según ella, “se nos acababa de caer al suelo”. Como no tuvimos tiempo, dada la velocidad que llevaba, de explicarle que oye, que no, que no era nuestro, nos limitamos a pasarle el aparato en cuestión a la primera azafata que tuvimos a la vista, que pasaba igual de rápido y con la misma escasa atención -la nuestra, digo- con la que hacíamos en ese momento todo lo demás. Es lo suyo, ¿no? Si alguien reclama el aparato, pues se lo darán.

Cogiendo aire que despegamos.Y aterrizamos, que la elipsis dura lo suficiente.

 

Llegado el momento de desembarcar, lo hicimos prácticamente en último lugar. Al final del pasillo -o al principio, según se mire-, otra azafata y un chico con la típica pinta normal nos estaban esperando a nosotros. Querían el mp3 de él, y sabían que lo teníamos nosotros porque una chica afirmaba habérnoslo dado -cómo nos describió tan fielmente como para que nos clavaran, esa duda siempre nos quedará-. “Pero nosotros no nos lo hemos quedado, sino que...” … ya sabéis.

 

Que a qué azafata se lo habíamos dado exactamente. Pues no lo sé, oiga, ha sido muy rápido, pero llame al fondo del avión -que es un concepto que me encanta, hágalo y diviértame en el proceso, ya de paso- y ahora mismo saldrá la que haya sido, ya ve usted qué problema. Llama, me divierto, nadie recuerda nada, me dejo de divertir. Pues que vengan todas, que lo sacamos, que nos acordamos de a quién narices se lo hemos dado. Vienen todas. Ni idea, así, viendo las caras. Qué cosas. Pero la que sea lo tiene que saber, digo yo.

 

Pues no. No solamente nadie dice saber nada del tema, sino que además todas, sin excepción, nos ponen por riguroso orden sucesivas caras superlogradas de “es que ni de coña” que yo, así una por una, me acabo creyendo. Pero no puede ser. Alguien era, esto es un avión, nadie ha entrado ni ha salido, joder ya.

 

Nadie parece haber sido, y al final el chico con pinta de normal decide que qué le va a hacer, así que nos alejamos del avión los tres murmurando que qué fuerte, que un trabajador de la compañía le ha robado, efectivamente, en la cara.

 

Nos separamos, despacio, esperando en vano, supongo que todos y sé que al menos nosotros dos, que alguien grite desde detrás, diga algo, y siendo a la vez perfectamente conscientes de que es de todo punto imposible que el que hasta ahora mismo murmuraba con nosotros se haya creído ni una palabra de lo que le hemos dicho.

 

Una cosa está clara: nosotros no nos quedamos el mp3. Pero otra también lo está: siendo perfectamente racionales, todos menos el culpable pensarán que hemos sido nosotros.

 

El chico sólo sabe que el mp3 nos lo dieron a nosotros, y después de eso o mentimos nosotros, o miente el personal de la empresa. Le es menos frustrante culparnos a nosotros, claro.

 

La azafata que esperaba junto a él tiene los mismos datos, pero para ella los profesionales, además de serlo, son sobre todo compañeros. Le es menos desagradable culparnos a nosotros.

 

Lo mismo piensa el resto de la tripulación, excepto el culpable, claro está. Les es menos socialmente incómodo culparnos a nosotros.

 

El mundo es un lugar mejor para más personas si nos culpa a nosotros. Culpados estamos.

 

La cuestión no está en si eso es lo lógico de pensar, además de más cómodo. Sí lo es, y la mayoría de gente lo pensaría, y el hecho de que la mayoría de la gente se equivocara en este caso concreto no demuestra que sea una manera poco fiable de pensar, ni nada parecido. Es la fiable, y si todos llegaríamos a la misma conclusión es porque el razonamiento está avalado por la experiencia, o sea, porque la mayoría de las veces acertaríamos, con lo que mira, pues está bien hecho. El riesgo de equivocación es suficientemente pequeño como para abrazarlo y cagarla de vez en cuando.

 

La cuestión es por qué. Por qué además de cómodo y frecuentemente cierto parece lógicamente deducible que somos nosotros.

 

Sólo hay dos posibles razones: la diferencia que supone defender la acción de la que lo hace defender la omisión, por un lado, y el hecho de que la profesión del otro grupo de sospechosos haga tan más peligroso robar cualquier cosa a los pasajeros, que eso, ya se entiende, que tienen menos razones para hacerlo. Muchas menos.

 

La segunda posible razón que he citado para que la culpa seguramente recayera inmediatamente sobre nosotros se explica por sí sola. La primera consiste en el hecho de que sólo nosotros afirmábamos haber realizado una acción que nadie podía corroborar. La chica que originalmente nos dio el aparato ha sido corroborada por nosotros, nosotros por nadie. Los demás, en cambio, sólo afirmaban no haber hecho nada, y, aunque tampoco nadie podía confirmarlo, no es lo mismo una acción no probada que una omisión que tampoco lo está. ¿Por qué? Primero, si nadie ha visto una acción, y me refiero siempre a las realizadas en público, hay menos posibilidades de que haya ocurrido que de que sí. Segundo, la acción de la que se acusa a alguien se le imputa eso, a alguien, a una persona o grupo de ellas en concreto. Por algo será; que demuestren lo contrario. En cambio, si consideramos necesario demostrar la omisión para que alguien pueda quedar fuera del grupo de sospechosos, todo el mundo habría de demostrarlo. Es demasiado costoso. Este segundo factor no existiría si hubiésemos sido capaces de reconocer a la persona a la que dimos el dichoso aparatito, porque entonces sólo ella tendría que haber demostrado no haberlo hecho. Pero, así y todo, quedaría el primer factor. Yo digo que sí, tú dices que no, y nadie ha visto nada. Mierda.

 

Vuelvo entonces a la duda que quería plantear hoy aquí: ¿Cual de las dos razones es más poderosa? ¿Esta diferencia o la azafatez de las azafatas? ¿Qué pasaría si alguien del gremio en cuestión dijera que nos ha dado algo, nosotros dijéramos que no, y nadie hubiese visto nada?

 

Ahí lo dejo. Para que opinéis y arrojéis un poco de luz sobre todo esto.

 

Que por cierto, el mp3 era de lo más cutre, que es lo más flipante. Pantalla rota, para más señas.

25/11/2009

 

En el portal de mi casa, en la puerta que da a la calle, alguno de mis vecinos ha colgado un cartel, el contenido del cual paso seguidamente a transcribir aquí:

SE VENDE PISO EN ESTA FINCA.

2 HABITACIONES EXTERIORES, EXCELENTES CONDICIONES.

INTERESADOS CONTACTAR

POR FAVOR CON EL 6XX XXX XXX

----------------------

ESTE CARTEL HA SIDO AUTORIZADO POR

EL SEÑOR PRESIDENTE DE LA FINCA, EL SEÑOR NOSÉQUÉ.

 

La transcripción de encima corresponde a la cara del cartel que se ve desde la calle. La de la debajo, a la que se ve cuando bajas las escaleras y te dispones a salir del portal.

No sé en qué orden resultaba más probable que los habitantes del portal leyéramos por primera vez las caras del cartel, supongo que depende de la hora exacta en que fue colgado y la tasa de paro existente entre los miembros del susodicho inmueble. Lo que sí sé es que yo vi la cara de fuera, al día siguiente vi la cara de dentro, y algo me molestó. Pero... ¿qué?

 

Supongo que el texto de ambas caras deja intuir un tono, según los diversos públicos y fines para los que una y otra fueron concebidas: amigable y dicharachera la de fuera, seria y distante la de dentro. Es lo suyo, y no debería llamar la atención, y mucho menos la molestia. Pero entonces...

 

...si no se trata de la diferencia de tono, si ésta me parece la única posible... ¿es el propio cálculo de la diferencia lo que me molesta? No. No me parece posible. Si me parece bien el producto de una decisión no me puede alterar, ni siquiera mínimamente, su proceso...o a lo mejor es que no existe, la diferencia, y el hecho de que me parezca apreciarla es una pista sobre lo que me pasa... vale, entonces, ¿la hay ? ¿o es sólo que le presupongo la intención que le presuponemos casi siempre a cualquier mensaje que intenta vender algo, por un lado, y al que intenta defenderse a posteriori de hacerlo en propiedad común, por el otro? Seguramente sí, lo segundo, digo, porque la cuestión es que el autor del cartel sólo puede estar a la defensiva, y yo sola lo acabo de evidenciar intentando expresar sus intenciones, después de intentar vender el piso, esto es, si el cartel fue concebido para leerse en un único orden: en el que yo lo leí. Soy majo con los transeúntes, a ver si me compran el piso, y tú lo has visto, y es un cartel muy grande que está en la puerta, y pronto ni siquiera seré tu vecino y no me podrás decir nada, así que te estarás enfadando conmigo...pues me defiendo. He pedido permiso (chincha rabiña, ya de paso).

 

Y parece que eso no pueda ser. El cartel es simultáneo, reversible, puede ser leído al revés, y entonces se pierde el tono, no se siente, no se lee. El que ha bajado a la calle antes de volver de ella ha sabido que el cartel estaba autorizado, ha sentido curiosidad sobre qué tipo de información es la que se podía, desde algún momento indeterminado de su pasado cercano, empezar a divulgar mediante el cartel en cuestión... ha leído la atonal oferta; probablemente se ha decepcionado; seguramente no esté escribiendo entrada de blog alguna sobre el tema.

 

Claro está que se puede argumentar que el tono sí existe porque la defensa sí es a posteriori porque el reverso del cartel fue escrito con posterioridad...pero, sinceramente, no creo que fuera así. Creo que la idea de la oferta sí es anterior a la de la justificación del cartel -cómo de sí daría esta historia, qué personaje más interesante tendríamos delante, si no-, pero que para el momento en que se elaboró el cartel había pasado tiempo suficiente como para que ambos objetivos, ambas caras, fueran complementarios, y no sucesivos, en la mente del autor. Y para acallar posibles dudas os diré que el cartel está impreso y plastificado. Los mensajes son complementarios, fueron concebidos para leer en cualquiera de los dos órdenes posibles y eso demuestra que no hay la intención que a mí me pareció un día apreciar, y que si algo me molestó se debió exclusivamente a la mala suerte que tuve al entrar antes que salir. A eso y a lo raro que es el mundo, que resulta que entras en vez de salir y te llevas un disgusto.

Que instalen el cartel al revés. Si es reversible debe dar igual, y sería más divertido. Igual lo cambio yo y os cuento.

11/11/2009. Un año después, vuelvo.

Javi y Victor se han liado. Los de Fama, sí, qué le voy a hacer si soy débil y en este momento mi contacto con la realidad tiene lugar en parte a través de según qué parcela de la programación de según qué cadena. Se han liado, y ese hecho, lejos de no haber tenido repercusión alguna en la vida de la academia, las ha tenido. Y muchas.

Pero la que más me interesa es la que afecta a Juan, porque Juan opina que es muy fuerte que se hayan liado para tener más puntos de quedarse en la escuela, caso de ser nominados, porque todo el mundo sabe que esas cosas, al público, le encantan.

Y esa reacción me interesa, sobre todo, porque ha tenido, a su vez, otra: Javi y Victor opinan de Juan que quiere separarlos, porque inventarse semejante burrada, para qué va a ser, si no.

 

Es gracioso. Tanto Juan como Victor, y por supuesto también Javi, opinan que involucrar de alguna manera una relación sentimental en una mentira para no ser expulsado de la escuela es un acto deplorable. Y por tanto ninguno de los tres cree estarlo haciendo, claro está. Ni se les pasa por la cabeza. Juan opina que lo es, y por tanto no puede habérsele ocurrido a él, al menos no de la nada. No ha podido concebir él solo algo que considera ruin; bueno, igual sí hubiera podido concebirlo, pero inmediatamente después se habría dado cuenta de la ruindad de tal concepción y simplemente no hubiera dejado que saliera de su cabeza. Siguiendo ese razonamiento, Juan piensa que si ha visto indicios de tal degeneración, es que por fuerza la hay. Victor y Javi, por su parte, opinan que ha tenido que ser Juan el que haya creado la idea atroz de que tal mentira sea posible, porque desde luego no se reconocen en su historia.

Tantas veces son así, las cosas, tantas veces opinamos unos y otros que lo mismo, la misma cosa, está mal hecha, y tantas de esas veces les imputamos la acción objeto de juicio a esos otros, o a esos unos, y viceversa. Y todas esas veces nos olvidamos, todos los involucrados, de a quién se le ocurrió la posibilidad misma de la existencia de esa maldad. Y no es que yo diga que tendríamos entonces que buscar al verdadero inventor de la idea, porque casi nunca existe del todo, al menos no como lo imaginamos. Pero sí habríamos de dedicar más tiempo a investigar si realmente alguien ha llegado a actuar mal, y cómo, en caso de que la respuesta sea negativa, se ha llegado a pensar todo lo que se ha llegado a pensar. Porque, fijémonos, en este momento Victor y Javi ya ni siquiera detestan a Juan por haber tenido semejante idea; le detestan porque quiere separarlos, según su propia indignación. Nadie repara ni por un segundo en que nadie ha mentido a propósito.

 

Pero lo más raro de todo no es el hecho de que muchas veces olvidemos demasiado pronto cómo nacen determinadas acusaciones mutuas: lo más raro es que, la mayoría de estas veces, la razón por la cual resulta tan fácil olvidarse de ellas es que nuestras acusaciones no vienen causadas directamente por la acusación previa y en sentido opuesto. Me explico: si lo que molestara a Juan, de alguna manera, fuera realmente que Victor y Javi se enrollaran, y quisiera influir en cambiar esa realidad, les acusaría premeditadamente, y entonces recordaría haberse inventado él la acusación. Si Victor y Javi, al escucharla, tuvieran el objetivo de rebatirla, de convencer al resto de que es falsa, recordarían claramente que es Juan el que se la ha inventado -o, en el caso de sentirse ofendidos por opinar que es verdadera, recordarían perfectamente ser ellos los culpables de que exista tal acusación-. Pero como ni Juan reacciona únicamente a los besos, ni Victor y Javi a la acusación de Juan, nadie se puede acordar del origen de la última, o primera, según se mire. El uno simplemente se siente amenazado como concursante de Fama. Los otros, como amantes.

 

Resumo ya. Los hechos han tenido lugar en el orden siguiente, aparentemente causados por el inmediatamente anterior:

J. y V: se enrollan >J. Les acusa de fingir para no ser expulsados >J. y V. acusan a J. de querer separarlos.

Sin embargo, va a ser que las causas últimas de cada hecho son:

Juan y Victor se enrollan porque se atraen.

Juan opina que lo hacen para no irse porque no piensa en otra cosa.

Juan y Victor opinan que les quieren separar porque así crean una brecha entre ellos y el mundo que haga de su recién estrenada intimidad una que merezca la pena defender.

Esto es, el hecho inmediatamente anterior a cada uno es un gatillo, eso sí, pero no la verdadera causa de cada reacción. Las verdaderas causas están tan alejadas, tienen tan poco que ver con la persona que tienen enfrente, que no es que ninguno de ellos esté pensando en entenderse, sino que no lo están haciendo ni siquiera en pelearse.

11/10/2008

Esta mañana me encontraba en la parada del 37, en la Castellana, por razones que en cualquier caso no vienen al mismo. La cuestión es que esta parada también lo es del 10,y del 14, y de otros tantos que no intervienen en la anécdota que voy a contar hoy. Pues bien:

Una señora -oficinista y de avanzada edad, es todo cuanto puedo decir de ella- ha llegado corriendo.

-Andrés, no te subas al 10 que viene ya el 37. De verdad que sí.

Como aclaración explicaré que ambos autobuses siguen recorridos parecidos, si bien lo suficientemente dispares como para, según dónde viva uno, tener uno de los dos como objeto de clara preferencia.

-Que lo he visto en Internet, que hay un sistema estupendo, que metes el número del autobús y el de la parada y te dice ya todo todo. Y me acaba de salir que el 37 llega en dos minutos, por eso corro.


Total, que Andrés no se sube al 10. Ni yo tampoco, que a mí me viene mejor el 37 y tengo absoluta fe en Internet y el sistema de avisos del ayuntamiento.

Esa es exactamente la cuestión: tanto Andrés como yo teníamos fe en el sistema. En el sistema. No contábamos con la adhesión de datos a la situación que había supuesto el hecho de que la oficinista de avanzada edad había sido quien lo había consultado. El hecho que prueba la existencia del filtro-oficinista en la situación es el siguiente:

Pasan cuatro autobuses, y ninguno de ellos es el 37.

Seguimos esperando.

A los diez minutos, pasan más cosas: llega un 14, que hace la misma ruta que el 10 en lo que a nosotros nos afecta. Andrés insinúa que si se suben. Nuestra protagonista duda de sí misma. Si no ha aparecido el dichoso autobús…

La mujer de avanzada edad ya no creía que el autobús fuera a venir:

-Se habrá escapado antes de que llegara.

Se suben.

La mujer cree que se fía de la situación, de la prueba irrefutable de que estaba equivocada que le parece el hecho de que el autobús no haya venido. Pero no se da cuenta de que, de nuevo, existe un filtro que no le deja leer bien lo que pasa o gestionar bien lo que cree: su necesidad de relacionarse con Andrés de un modo socialmente aceptable. No le puede exigir que siga esperando, no le conoce tanto. La prueba de que este nuevo filtro-situación de tensión social la ha confundido es, de nuevo, lo que ocurre a continuación: llega el 37 a los veinte segundos de desaparecer ellos.

Me subo. Pienso todo esto.

Me ha gustado que nos equivocáramos todos, por turnos y a la vez, y que nos equivocáramos además por las razones equivocadas.

Ahora bien: sin duda, querréis conocer otro dato. Una vez en el 37, dos paradas más tarde, ella ha subido al autobús. Él no.

Se abren las apuestas sobre la última conversación entre ambos, a bordo del 14.

13/09/2008

 

Estoy sentada en el segundo banco del ex-andén con dirección a Congosto de la estación de Pacífico en la linea uno.

Un grupo de chicas de entre quince y dieciocho años -y no quiero decir que entre ellas hubiera quinceañeras y diecisieteañeras, valga de ejemplo, sino que, teniendo todas exactamene la misma edad, ésta no me resultó obvia a primera vista-  se dedica, por intervalos cortos, bien a gritar con fuerza sin decir nada en concreto, bien a poner a parir a la componente que les falta para ser, por fin, el grupo completo que pasará el día en el parque de atracciones, tal y como está planeado. A parir porque llega tarde: siempre hace lo mismo, es que le da todo igual, pero entonces, ¿en qué línea viene...?

Yo, como ellas, miro a la derecha casi todo el tiempo que tarda en venir mi tren. Quiero ver si llega ella, cómo es, cómo reaccionarán las demás cuando por fin aparezca...

Sin embargo, fracaso en detectarla por mi cuenta. Mi plan de mirar a la derecha no era malo, pero me falta atención. Ellas estaban mucho más atentas y me avisan con gritos-saludo, gritos-"qué guapa" y uno solo al respecto de la hora , muy concreto: "¡pero qué record, más poco tarde que nunca!". La que faltaba, la que ya llega, avanza desde muy lejos hacia nosotras con cara de indiferencia, aún no nos ha visto -sí, yo también pensé lo mismo, ¿es que sólo ellos son inmunes a su propio volumen? Qué guay-. Bueno, el caso. Pasa junto a un chico. El chico la saluda con la cabeza, aunque poco. Se conocen, pero tipo hijo de amigo de los padres de uno. Por cómo la saluda con la cabeza, digo. Ella mueve igual de poco la suya como respuesta, pero no hace ningún ademán de irse a parar para saludarle.

Entonces, nos ve. A sus amigas, digo, aunque verme, a mí también me ve. Sabe que llega tarde.  Sabe que todas la miran, que le están hablando a ella y que las dos que no le hablan a ella, hablan de ella.  Como todavía no ha sobrepasado suficientemente la altura del andén en la que se encuentra el único chico de esta historia -al menos no como para que resulte demasiado raro para él, aunque sí un poco- de pronto se da la vuelta y decide saludarle con grandes aspavientos. Sus amigas la miran, y eso hace que el interés de ella por el hijo del amigo de sus padres se haya incrementado enormemente en un santiamén. Se alegra tanto de verle, le interesa tanto qué hace con su vida, porque el caso es que su madre, sí, le cuenta, pero no demasiado...

Tienen un tipo de conversación que no merece la pena transcribir pero que yo escucho atentamente, por si acaso refuta mis hipótesis (os diré que no es el caso). Después ya puede reunirse con sus amigas.

Yo tengo nostalgia de cuando nos importaba más lo que pensaran nuestras amigas que los hijos de los amigos de nuestros padres.

Léase gente que nos quiere/gente que nos mira.

13/08/2008

Eran las cinco de la tarde, y era una tienda de artículos de broma. Bueno, antes fue la puerta, luego la tienda. Y no hago esta puntualización por puro capricho, sino porque la sucesión de impresiones que es relevante relatar para poner al lector en situación tuvo lugar en un orden que está marcado por la de estos dos escenarios. Desde la puerta, y a través del cristal, la tienda se antojaba la fiesta misma que se supone se puede organizar una vez uno compra los productos que ofrece: se antojaba colores, caramelos, piñatas. Una vez dentro, sin embargo, la celebración más bien infantil se convertía en una bastante más decadente: el fluorescente no acababa de encender bien, las cajeras no parecían disfrutar especialmente de su situación laboral, las estanterías hacía cierto tiempo que no se limpiaban como es debido. A punto estaba de dar marcha atrás y volver allí donde la perspectiva era tan más acogedora, cuando llegaron a mí los primeros gritos de una pandilla de críos que corría por el interior del local. Los primeros que yo estaba en posición de escuchar, claro está; dudo mucho que se tratara de los primeros que les daba por proferir.

 

Eran gritos de auténtico júbilo. Emitidos a un volumen de hooligan, eso sí: debía quedar patente lo asocial de su alegría. Sin embargo, era evidentemente alegría. Alegría porque habían dado, en la zona en la que vendían artículos de broma, con el apartado titulado “bombas fétidas”. Os haréis cargo: a ver a qué huele eso, ojalá apeste, pero qué guarro eres, pero qué guay todo...frases, estas u otras de similar naturaleza, siempre acompañadas de carreras exageradamente rápidas por entre los pasillos de aquel almacén, carreras a su vez necesarias para huir de los olores que ellos y/o los artefactos, que no sé quién era más responsable, iban provocando una y otra vez.

 

Los iban provocando,los iban disfrutando y los iban rehuyendo, y es que toda la diversión que disfrutaban se basaba enteramente en contradecirse a sí mismos:

 

Cada uno de ellos -de los chavales, doceañeros y varones todos ellos- quería, cada vez que seleccionaba un artículo, que oliera mal, porque entonces seríatodotangracioso. Deseaba fervientemente que apestara, pero mientras lo deseaba corría despavorido para no sufrirlo en sus carnes.

 

Quería que las cosas olieran mal, pero no olerlas.

 

Cada uno deseaba, además del simple hecho de que el objeto seleccionado oliera o no, poder percibir su efecto el tiempo suficiente -décimas de segundo bastaban- como para distinguir exactamente cuán asqueroso era en realidad, y disfrutar así la verdadera dimensión de la diversión. Pero a la vez no querían olerlo tanto, claro está, como para que lo asqueroso finalmente produjera la sensación que da sentido a su existencia y de la derivación de cuyo nombre resulta merecedor: el asco.

 

Esto es, querían ser conscientes de cada olor el tiempo suficiente, pero nunca demasiado.

 

Cada uno quería ser, por si fuera poco, el primero en percibir el mal olor de aquello que tocara oler, para convertirse en portador de la buena nueva -¡Este sí que da ganas de vomitar!- y poder representar, por derecho natural y unos segundos, el papel de héroe. Por ello mismo, si era otro el que lo conseguía -lo de detectar una nueva fuente de repugnancia-, su actitud consistiría en negar, durante un rato, que el olor descubierto fuera comparable -en asco- al inmediatamente anterior. ¿Este nuevo? Bah, mucho más rollo. Ahora bien: lo negaría sólo unos segundos, porque algunas de estas fracciones de minuto después, si lo continuaba negando, se convertiría irremediablemente en el pringado que se había quedado para oler lo que finalmente resultaba ser apestoso. Así, este último subcomportamiento  se basaba en tener una actitud y la contraria de manera consecutiva, y sucederlas, además, a una velocidad pasmosa: no querían ser los últimos en certificar el mal olor, pero tampoco celebrar la victoria del primero demasiado pronto.

 

Los tres subcomportamientos se fundamentaban, entonces, en el placer encontrado en experimentar voluntades contradictorias. Que qué placer encontramos todos en tantas cosas que detestamos, todos los días.

09/07/2008

 

uando nos sonrió, decidimos devolverle la sonrisa. Éramos cómplices. Nos entendíamos, al menos, a mí no me cabía la menor duda. En realidad no me cabía desde justo antes de que sonriera, porque a mi entender tales imágenes sólo podían despertar un tipo muy concreto de reacción, de manera que sólo podía ocurrir que ésta fuera compartida por todos los espectadores. Pero es que, además, ella había tomado la determinación de confirmar mis sospechas al respecto de que la compartíamos, la reacción. Nos había sonreído, y ya estaba todo claro.

Las imágenes mostraban extirpaciones quirúrgicas de pechos a pacientes con cáncer. Todo muy de cerca y con mucha sangre.

La emisión tenía lugar en las pantallas de televisión que se encuentran repartidas a lo largo del andén del metro.

Ella era la única otra espectadora del minirreportaje. Se sentaba en el mismo banco que nosotros, aunque algo más cerca de la pantalla que mirábamos los tres.

Nosotros éramos dos.

Mi reacción fue la de tratar de hacer explícito, por medio sobre todo de en principio exageradas caras de sorpresa, mi estado de incredulidad. Incredulidad porque uno va en metro y va pensando en sus cosas y no espera encontrarse una realidad tan dura tan de repente, por un lado, con lo que no consigue reaccionar con el nivel de congoja que tal realidad requeriría, pero es que por el otro tampoco puede esperar encontrarse una tan de vísceras y sangre, y siente rechazo, y no se  acaba de creer que a alguien le haya parecido que sin duda ésa era la emisión apropiada para ese momento y luga. Total: que, por mi parte, incredulidad y caras de sorpresa.

Y ella nos sonrió, y éramos cómplices y nos entendíamos y yo tenía un poquito más de razón sobre que la mía era la única reacción posible.

Y es que una sonrisa en aquella circunstancias significaba eso, complicidad. ¿Qué si no? Podía habernos transmitido su asco, su preocupación, su indiferencia, su sorpresa. Pero se limitó a sonreírnos, a subrayar el acuerdo, y no la sensación concreta que ella pensaba objeto del acuerdo. Una sonrisa se la juega al error, desea que exista la idea de que se comparten sentimientos incluso arriesgándose a que no sea cierto.

-”No hace gracia,en realidad no sé si os habéis fijado pero se trata de un tema bastante dramático”.

Así, tan de pronto. Habló, y dijo que no hacía gracia y que en realidad no sabia si nos habíamos fijado pero que se trataba de un tema bastante dramático.

Si para ella nuestra sonrisa, la última, la que le devolvíamos, le ofendía porque reflejaba una inexistente gracia del vídeo; si la suya, ahora lo sabíamos, nunca pretendió expresar entendimiento ni acuerdo; si  tenía su origen causal en cualquier otra característica de la situación que, además, se nos escapaba... entonces yo no había entendido ni entendía nada de lo que había estado pasando allí.

Fue justo en el momento en que ella hizo explícito que no nos entendía en el que nosotros nos dimos cuenta de que nunca la habíamos comprendido a ella.

Pues eso. Que la incomprensión nunca se da únicamente en una dirección. Muchas veces ni siquiera cuando parece no darse por ninguna.