29/06/2008
Se habían encontrado por casualidad. Hacía mucho que no se veían, y hay que ver cómo son estas cosas: en el mismo vagón de metro en el que él viajaba tranquilamente y justo a mi lado rumbo a su casa un martes hacia la hora de comer, en ése entraba ella ese mismo martes y exactamente a una hora comprendida en ese "hacia".
Él volvía de un curso, ella de una entrevista de trabajo, no pasaban de los veinte y su relación era del tipo que quiera que sean las que existen entre la exnovia de un amigo y el amigo de un exnovio. Que no pasaban de los veinte, eso lo digo yo. El resto lo decían ellos, y lo decían prácticamente a gritos. No tenían demasiada confianza -esto también lo digo yo-, factor que hacía aún más explícita la tensión que dominaba la conversación en la que ella le explicaba a él que no, que su amigo y ella ya no salían juntos, y que las razones eran muchas.
Justo después, los ejemplos ilustrativos de esas razones. Que estaban siempre discutiendo, que a él le gustaba más el fútbol que su propia novia, que no había manera de ponerse de acuerdo para hacer nada.
La tensión crecía. Yo no podía atender a nada más que a los que la originaban y vivían en primera persona. O eso pensaba yo. De pronto, en un momento de especial espectacularidad de la conversación, en un
-Si además, le gusta a mi mejor amiga, así que mira, mejor para todos
sentí la necesidad de levantar la vista de quienes hablaban y fijarla en quienes por fuerza tenían que estar escuchando: el resto de mis compañeros de vagón. Busqué durante unos segundos una cara que me dijera algo, y de pronto allí estaba ella, donde siempre había estado: justo enfrente de mí, una chica de unos treinta miraba a los chicos en cuestión muy fijamente y con la boca abierta. Estaba tan absorta que, desde ese mismo momento, yo no pude dejar de mirarla a ella. Se fijaba en cada detalle, les buscaba cada prenda, cada gesto, cada mirada. Intentaba retomar su lectura, pero no había manera de que se concentrara. Al cabo de unos segundos volvía siempre a dedicarles toda su atención. Era incapaz de cerrar la boca. Nunca se reía, ni parecía escandalizarse. Únicamente podía no dar crédito a lo que oía.
Y allí nos encontrábamos todos: ella sólo miraba a los chicos, yo sólo la miraba a ella. Aunque sí mucho, el hecho de que a mí no me llamara tanto la atención todo lo que estaba diciéndose a mi lado la convertía a ella en mucho más interesante para mí: por la pasión que ponía en escucharles, por no poder llegar a comprenderla del todo.
En ese momento, decidí sacar la libreta, para tomar alguna nota y poder acordarme más tarde de todo aquello. Mientras la sacaba, me di cuenta de que seguramente a alguien de entre todas las personas que estábamos en el vagón le parecería raro que una chica de pronto sacara lo que parecía una libreta y se pusiera a tomar lo que parecían algunas notas. Y me pregunté si esa persona pensaría que podría tener algo que ver con la divertida conversación de mi lado. O más bonito aún: si se habría dado cuenta de que también estaba relacionado, en última instancia, con la chica de enfrente, relación no del todo imposible de percibir dado que seguramente mi manera de mirarla incluía, como a su vez lo incluía la suya, tener la boca bien abierta durante un considerable espacio de tiempo.
Y pensé que, si esa persona existía, ya éramos cuatro, interesándonos las unas a las otras en espiral. Y que cuántas habrá cada mañana en una ciudad como Barcelona. Sin que falte un eslabón, digo.