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Cosas que hacemos y decimos la gente-por Blanca Gómez López

29/06/2008

Se habían encontrado por casualidad. Hacía mucho que no se veían, y hay que ver cómo son estas cosas: en el mismo vagón de metro en el que él viajaba tranquilamente y justo a mi lado rumbo a su casa un martes hacia la hora de comer, en ése entraba ella ese mismo martes y exactamente a una hora comprendida en ese "hacia".

Él volvía de un curso, ella de una entrevista de trabajo, no pasaban de los veinte y su relación era del tipo que quiera que sean las que existen entre la exnovia de un amigo y el amigo de un exnovio. Que no pasaban de los veinte, eso lo digo yo. El resto lo decían ellos, y lo decían prácticamente a gritos. No tenían demasiada confianza -esto también lo digo yo-, factor que hacía aún más explícita la tensión que dominaba la conversación en la que ella le explicaba a él que no, que su amigo y ella ya no salían juntos, y que las razones eran muchas.

Justo después, los ejemplos ilustrativos de esas razones. Que estaban siempre discutiendo, que a él le gustaba más el fútbol que su propia novia, que no había manera de ponerse de acuerdo para hacer nada.

La tensión crecía. Yo no podía atender a nada más que a los que la originaban y vivían en primera persona. O eso pensaba yo. De pronto, en un momento de especial espectacularidad de la conversación, en un

-Si además, le gusta a mi mejor amiga, así que mira, mejor para todos

sentí la necesidad de levantar la vista de quienes hablaban y fijarla en quienes por fuerza tenían que estar escuchando: el resto de mis compañeros de vagón. Busqué durante unos segundos una cara que me dijera algo, y de pronto allí estaba ella, donde siempre había estado: justo enfrente de mí, una chica de unos treinta miraba a los chicos en cuestión muy fijamente y con la boca abierta. Estaba tan absorta que, desde ese mismo momento, yo no pude dejar de mirarla a ella. Se fijaba en cada detalle, les buscaba cada prenda, cada gesto, cada mirada. Intentaba  retomar su lectura, pero no había manera de que se concentrara. Al cabo de unos segundos volvía siempre a dedicarles toda su atención. Era incapaz de cerrar la boca. Nunca se reía, ni parecía escandalizarse. Únicamente podía no dar crédito a lo que oía.

Y allí nos encontrábamos todos: ella sólo miraba a los chicos, yo sólo la miraba a ella. Aunque sí mucho, el hecho de que a mí no me llamara tanto la atención  todo lo que estaba diciéndose a mi lado la convertía a ella en mucho más interesante para mí: por la pasión que ponía en escucharles,  por no poder  llegar a comprenderla del todo.
En ese momento, decidí sacar la libreta, para tomar alguna nota y poder acordarme más tarde de todo aquello. Mientras la sacaba, me di cuenta de que seguramente a alguien de entre todas las personas que estábamos en el vagón le parecería raro que una chica de pronto sacara lo que parecía una libreta y se pusiera a tomar lo que parecían algunas notas. Y me pregunté si esa persona pensaría que podría tener algo que ver con la divertida conversación de mi lado. O más bonito aún: si se habría dado cuenta de que también estaba relacionado, en última instancia, con la chica de enfrente, relación no del todo imposible de percibir dado que seguramente mi manera de mirarla incluía, como a su vez lo incluía la suya, tener la boca bien abierta durante un considerable espacio de tiempo.

Y pensé que, si esa persona existía, ya éramos cuatro, interesándonos las unas a las otras en espiral. Y que cuántas habrá cada mañana en una ciudad como Barcelona. Sin que falte un eslabón, digo.

10/06/2008

 

Algo no era normal. Ni siquiera sé decir si, cuando me lo pareció en aquel primer momento, lo que fuera que no cuadraba con el resto de características de la situación me pareció no hacerlo para bien o para mal. Algo pasaba, simplemente. Algo que no formaba parte del tipo de eventos que suelen tener lugar en el Burger King -en un Burger King- a las diez de la noche, pongamos que eran, de un sábado de junio, eso seguro. Se oía, se veía, se rozaba incluso a muchos de aquellos que sí actuaban de manera coherente con el momento y lugar en que nos encontrábamos: a nuestro alrededor se pedían hamburguesas, se dudaba sobre el menú a solicitar, se daban besos de tornillo a novios y amantes, se trataba insistentemente de entablar conversación con los camareros en idiomas totalmente incomprensibles para éstos, se era mayoritariamente de nacionalidad británica, se cantaban canciones sobre equipos de fútbol y otros iconos de semejante interés cultural, se. Sin embargo, por encima  de todos estos estímulos sensoriales -o por debajo, que por eso era complicado de percibir- tenía lugar otro, de no se sabe qué naturaleza o intensidad. Que algo no era normal, vaya. Si ya lo he dicho.

Sin embargo, el misterio no duraría mucho. Aquella amalgama de sensaciones formada por muchas identificables y ¿alguna? desconcertante se fue trasformando, según aumentaba el volumen de ésta última -cosa que ocurría a la vez que se revelaba como fundamentalmente auditiva, claro está-, en dos conjuntos perfectamente diferenciados y, por tanto, mucho más fácilmente descifrables: por un lado, todo ocurría como siempre lo hace. Por el otro ese día, además, una señora gritaba mucho.

Gritaba mucho y cada vez pues eso, pues que lo hacía con más ganas.

Cada vez lo hacía con más ganas, cada vez se la oía mejor, cada vez despertaba más inevitablemente la  curiosidad de todos los que allí estábamos, cada vez éramos más los que no nos conformábamos con oírla y la buscábamos con la mirada. Cada vez era menos una situación conocida a la que se sumaban unos cuantos gritos inesperados, cada vez era más un local entero mirando a una guiri entrada en años y con poca ropa que gritaba agresiva y sollozaba indefensa sucesiva pero ininterrumpidamente, y con mucha pasión.

Cuando mi acompañante y yo estuvimos lo suficientemente cerca supimos que la habían robado. Supimos que se había dirigido al encargado del restaurante y que éste, en opinión de nuestra inglesa, no se había mostrado en absoluto afligido al conocer la situación. Supimos que ella le contaba todo esto a uno de los trabajadores del restaurante, ya en la puerta y frente a la policía, que llegaba a ayudarla, y que a su interlocutor le parecía que si ya llegaba la autoridad en la materia, que qué podía hacer él.

Supimos que a ella no le importaba demasiado si se podía hacer algo, si total, el bolso casi nunca se recupera, una vez robado (bueno, esto último en realidad ya lo sabíamos antes de que pasara todo esto). Pero sí supimos todavía algo más: que a ella lo que le había herido era la falta de interés que el encargado había mostrado hacia su desgraciada situación. Su falta de interés y de lástima, que la ocasión bien lo merecía.

Y es que, en la vida, estamos dispuestos a pasar por situaciones más o menos duras. Lo estamos porque “la vida es así”, porque sabemos cómo funciona la suerte, porque sabemos que estadísticamente, por fuerza, muchas veces no estará de nuestro lado. Ahora bien: si precisamente aguantamos porque sentimos que comprendemos lo que pasa -a nivel abstracto, digo, a nivel reparto de suerte-, lo aguantamos en consecuencia también sólo si ocurre como comprendemos que ha de ocurrir: y es que nos han enseñado que nosotros sufrimos,que los demás se compadecen, que esa compasión está compuesta por una pequeña aunque cierta proporción de mérito que nos conceden por aguantar con una cierta dignidad, que ese reconocimiento ajeno hace que aquello a aguantar se haga un poco más llevadero. Como una especie de ingreso menor que tiene lugar precisamente cuando nos sobreviene un enorme gasto imprevisible.

Y claro, si de pronto falla ese reconocimiento, la pérdida es más grande. Es más grande porque no tenemos el ingreso, claro está, pero sobre todo porque no entendemos la situación. No es la que esperábamos, la que estábamos dispuestos a aguantar. Y es que igual la nueva no nos compensa, a ver.

27/05/2008

 

Eran tres chicas, o quizá cuatro. Es posible, incluso, que fueran cinco. El número de ellas que realmente había es uno de esos datos que, debido a la peculiar naturaleza de mi relación con el grupo de personas del que quiero hablaros, sería incapaz de comprometerme a asegurar, aunque haya resultado parecerme lo suficientemente significativo en la descripción de los hechos como para decidir comenzar el párrafo con él. Pero no ha sido por capricho. Aunque no sepáis cuántas eran es relevante que os imaginéis, a partir de ahora, un grupo de chicas de unas características concretas en cuanto a dimensión -el grupo, digo-. No una chica ni dos, sino “un grupo”, que ya lo dice el término. Tampoco diez ni veinte, sino “un grupo” que, además de serlo, lo sea de un tamaño que posibilite una amistad de carácter multilateral y entre todos sus miembros. ¿Se entiende el concepto, no? Pues eso.

Pero os daré más datos, para que concretéis un poco más la imagen de nuestras chicas. Datos que, a pesar de mi peculiar relación con ellas, sí sería capaz de comprometerme a asegurar:
Que rondaban la treintena;
Que se conocían desde hacía tiempo -y es que los roles, dentro del grupo, estaban suficientemente desarrollados-;
Que habían decidido  hacer  juntas un viaje de cuatro días a Palermo, en Sicilia, con un saco de dormir y una mochila pequeña cada una, a modo de equipaje;
Que el mencionado viaje tenía el objeto de visitar a dos miembros más del grupo, que pasaban en Palermo una temporada, como mínimo, superior a los cuatro días que el resto permaneció allí, y en el suelo de cuya casa serían utilizados los sacos que las visitantes habían trasladado desde Barcelona.
Y ya.
Creo.

Decía que conozco todos estos datos a pesar de nuestra relación, pero también gracias a ella. A pesar de, porque nunca nos dirigimos la palabra. Es más: porque nunca emitimos, ni ellas ni nosotros -yo también viajaba acompañada, y al mismo destino, claro- la más mínima muestra comportamental -un saludo, una sonrisa, un cambio de la expresión del rostro- de habernos percatado de la presencia de “los otros”. Gracias a, porque esta actitud de demostración de ignorancia mutua fue insistentemente asumida a lo largo de todo el viaje, y digo insistentemente porque las oportunidades de deponerla -en las que todos los protagonistas de la historia coincidíamos en espacio y tiempo- fueron más numerosas de las que pareciera normal en un viaje de estas características.
Las enumero:
El tren de ida al aeropuerto de Barcelona. Trayecto: Passeig de Gràcia/Aeroport. 20 minutos.
El avión de ida. Trayecto: Barcelona/Palermo. 1 hora y media largas.
El tren que lleva al centro de Palermo desde el aeropuerto. Trayecto obvio. 55 minutos.
Una multitud frente al Teatro Massimo de la ciudad la primera tarde. Pasaba el Giro de Italia. Unos 5 minutos.
El restaurante donde comimos el segundo día. Ellas llegaron más tarde, y pasaron dentro. Nosotros habíamos preferido la terraza. 20 segundos.
Un concierto, nocturno y gratuito, en una plaza de cuyo nombre me sería imposible acordarme, esa misma noche. 10 minutos.
La cola de facturación para coger el avión de vuelta. 15 minutos.
El avión, claro. Ya sabéis cuánto tiempo.

Esas fueron las oportunidades. Como veis fueron varias y diversas. Y en ninguna nadie movió una ceja.

Durante el citado vuelo de vuelta, y a tiempo por tanto de cambiar la historia y de no poder explicarla en los términos en que lo estoy haciendo, me dio por pensar en las razones de tan testaruda actitud por parte de unos y de otros. Y no tanto las razones: me parecía mucho más llamativa la coincidencia de pareceres en el momento de decidir asumir tales actitudes. Y es que a todos nos había parecido, y nos seguía pareciendo mientras sobrevolábamos vete a saber qué, la manera más cómoda de llevar la situación, sin haberlo comentado entre nosotros seguramente ni a escala intragrupal. Sin embargo, según seguía pensando sobre ello, más que la coincidencia de pareceres me empezó a llamar la atención, sobre todo -aunque sólo cuando caí en la cuenta de que era así-,  la existencia de una situación diametralmente opuesta pero igual de familiar para todos nosotros:

Te presentan a alguien, le ves durante apenas minuto y poco, te lo encuentras en el metro, te sientes violento si no hablas con él. Y ya no digamos si te da por no fingir que no le conoces.

Entonces parece que cuánto tiempo veamos a una persona no es el criterio que hace que nos sea menos pesado hablar con pseudodesconocidos que fingir ignorarlos. El rito iniciático de la presentación parece que sí lo sea.

¿Las causas? Pues a ver:

Está lo de que con el presentado tienes, al menos, un tema en común del que poder hablar -esa persona que tuvo la gran idea de llevar a cabo la susodicha presentación-. Pero no, no es eso. El tema en común hace la conversación menos incómoda, pero no la genera, porque nadie siente inquietud verdadera por explotar el tema en cuestión. De hecho encuentro que, si la razón para sentirnos forzados a hablar con alguien fuera verdaderamente lo que tenemos en común, qué mayor coincidencia de intereses conversacionales  se puede tener con alguien que con aquel con quien compartes experiencias paralelas de un mismo viaje, digo yo.
 
Está lo de que el del metro sabe cosas sobre  nosotros -quiénes son nuestros amigos, por lo menos-. Pero no. Las treintañeras saben mucho más de mí que muchas personas que me han sido presentadas a lo largo de mi vida. Y lo digo en serio.

Está lo que yo creo. Yo creo que la violencia real de no cambiar el gesto ante la presencia del del minuto y poco radica en que existe la posibilidad de que esa decisión que hemos tomado, esa escena que hemos decidido representar, vuelva a nosotros. Que alguien nos cuente, en algún momento del futuro, cómo decidimos no inmutarnos, y que qué gracia, no, ya de paso. Y claro, a nosotros mismos sí que nos conocemos bastante. Y vernos haciendo el paripé sí nos molesta. No es ver haciendo lo propio ni a las treintañeras ni al presentado de minuto y medio en el metro. Es a nosotros.

08/05/2008

A mí me parecía que estaban de acuerdo en todo, aunque no porque en algún momento tuvieran la misma opinión sobre alguno de los temas que tocaban. En ninguno la tuvieron, como ahora os contaré. Me lo parecía, sin embargo, por su interés en temas relativos -todos ellos- al dolor o la muerte. Por la pasión con que los sacaban, la profundidad con que los trataban, el esfuerzo con  que fingían no hacer ni una cosa ni la otra. Ya, eran ancianas, estaban en un centro de salud, de qué otra cosa podían haber estado hablando, supongo. Es que nunca he creído demasiado en los estereotipos, y cuando se me aparecen, pues eso, que me cogen con el pie cambiado.

El caso es que a ellas les parecía que el desacuerdo era total. Al fin y al cabo, mientras la del moño cuidadosamente sujeto pensaba que al dolor se acaba acostumbrando uno, la que no se había acicalado demasiado aquella mañana opinaba que, a eso, no se acostumbra uno nunca. Si la una hubiera estado dispuesta, de ser  posible hacerlo, a sufrir cualquier enfermedad si así conseguía liberar de ella a sus hijos, la otra sin embargo no lo tenía tan claro. Y al respecto de si hay que intentar dormir cuando el dolor no nos deja, la opinión de cada una incluía un no dar crédito a la de la otra, dada la disparidad existente entre ambas. Total; que igual tenían razón. En realidad no parecía que fueran a ponerse de acuerdo sobre ningún aspecto concreto, a pesar de parecerse tanto.

Y, de pronto, lo que no parecía ocurrió.

Las dos pensaban que al destino uno no puede escapar. Que lo que está escrito que nos pasará nos pasará, y que qué importancia puede tener, dado que es ése el caso, marear la perdiz con elucubraciones.
Según se hizo evidente su acuerdo, se quedaron mirando fijamente. Después de esa mirada y de sonreir con timidez decidieron guardar un ciertamente incómodo par de minutos de silencio. Entonces una decidió romper la intimidad del momento explicitando lo que se convertiría en el ya segundo gran acuerdo entre ellas:

-Claro. Como del destino no se puede escapar, cómo vamos a opinar lo contrario.

La otra señora, la que fuera que no enunció la frase, asintió con la cabeza. Eso también era obvio.

Les parecía obvio que, si el destino está escrito, no se puede opinar con verdadera libertad sobre ello, o al menos lo que no se puede es opinar lo contrario. Y no les parecía ésta una consecuencia obvia en el sentido de que sus opiniones, una vez habían sido aquélla -y por tanto cualesquiera que hubieran sido- también estuvieran escritas de antemano, no. No es eso lo que se decían allí calladas. Ellas creían que no podían haber sido otras. Lo inevitable, pensaban -o al menos pensaron-, no se puede tampoco evitar opinarlo. Esto es: que las verdades sobre el sentido de la vida humana (que no digo que las haya, pero sí que lo sería el enunciado del destino en cuestión, de ser cierto),como las verdades a priori, no se pueden negar. Es como si, de alguna manera, fuéramos clarividentes ante las verdades de tan alto rango normativo: si es verdad en el mundo, es verdad, de antemano, en nuestra cabeza, que forma parte del mundo. Ojalá funcionara así todo. Digo yo.

22/04/2008

 

La miro fijamente. Ella se da cuenta, y se pone nerviosa. Tendrá unos treinta y tantos, bastante fondo de armario y una hija insoportable que no para de subirse a una barra de las que se encuentran en los vagones de metro, ya sabéis, una de esas que sirve para agarrarse subiendo el brazo pero que luego descienden brusca e inesperadamente para acabar sirviendo para agarrarse bajándolo, o bueno, igual no sabéis de qué estoy hablando porque barras en el metro hay muchas, pero en cualquier caso es igual, porque no es vuestro reconocimiento mental lo que nos interesa de aquella barra en concreto, sino más bien el hecho de que, fuera cual fuere, las instrucciones que se le habían dado al respecto a la niña que a ella se encaramaba insistentemente era QUE NO LO HICIERA, y que por favor.

Pero lo hacía, y su madre cada vez le rogaba que no con menos convicción en la voz, y la niña lo sabía e ignoraba sus súplicas con total impunidad, y entonces empieza el párrafo anterior y yo la miro fijamente, a la que ya sabemos que es la madre y de quién, y ella se pone nerviosa. La miro fijamente porque sí, quiero que se ponga nerviosa, pero sobre todo porque quiero que se ponga firme y que me dejen de llegar patadas, claro. Ella sube algo el tono; riñe con algo más de firmeza; me mira de reojo.

Ya lo sabemos, claro, que muchas veces nos aceptamos cosas a nosotros mismos y cuando nadie nos mira que en otras circunstancias nos parecerían inaceptables, y que es porque si nadie nos ve es como si no estuvieran ocurriendo.

Pero eso no es todo, creo yo.

Hay en esta historia otro señor, que un día en cualquier caso diferente del primero se encontraba en el mismo autobús que yo, y que parecía que dejaría escapar la oportunidad de recoger un papelito que se le había caído al suelo, y  que parecía, además, que lo haría sobre todo debido a la seguridad que había conseguido adquirir de que nadie le había visto: se le había caído el papel, había mirado a su alrededor, había creído apreciar que nadie la miraba, había dejado el objeto de la duda en el suelo. Sin embargo, sólo parecía que todo iba a acabar así. De pronto, como se ha dado cuenta de que ha mirado a su alrededor, resulta que se da cuenta de la razón por la que ha decidido no moverse, y muy rápidamente decide decidir lo contrario, y se agacha a recoger lo que se le ha caído.

Lo que creo yo que sí es todo es que nos aceptamos cosas que en realidad nos parecen inaceptables no sólo porque sin testigos es como si no hubieran ocurrido nunca, sino también porque creemos que esa no es la razón por la que lo hacemos.Aceptárnoslas, digo.

08/04/2008

 

Sin más preámbulos paso a transcribir la conversación que tuve ocasión de escuchar un día cualquiera en una estación de tren concreta -el día también sería uno concreto, lo sé, pero mucho más difícil de recordar, que hay muchos más días que estaciones de tren-.

Bueno, me desdigo, necesito algún preámbulo para poneros en situación, pero en seguida os la transcribo.

Estación de tren de Passeig de Gràcia. En el andén dos, por el que pasan los trenes con dirección Sant Celoni / Aeropuerto, se encuentra un establecimiento pequeño y bastante caro de venta de sandwiches y zumos naturales. Dentro, dos chicas con delantal verde (1 y 2), empleadas del local , hablaban animadamente:

1- (...) absolutamente deslumbrada. Es que es un doctor con unos títulos buenísimos, unos títulos que no todos los médicos tienen, no te vayas a pensar. Además, es que ingresa como 5000 euros al mes, y eso sin contar lo que no declara, que dice que no tiene claro cuánto más debe ser.

2- Hija, pues sí, sí que es un buen partido, parece que está forrado.

1- Ya ves. Y es que encima es buena persona, eh. Yo no he visto una persona igual. Me ha dicho que si queremos hacernos alguna cosa, que él mirará en la medida de lo posible cómo cuadrarnos en un mes que no tenga mucho trabajo y que nos lo hace. Y un poco más barato, eh, como a los clientes importantes.

2- Pues a ver si aprovechamos...

1- Si es que hasta él lo dice, que es muy buena persona, que dentro de los médicos de su status no hay personas tan buenas como él, que se sorprende cuando analiza las cosas que hace porque se da cuenta de que son cosas auténticamente de buena persona...


Sí, ya sé lo que parece. Menudo partido. Pero intentemos obviar por un momento que no declara lo que gana, que probablemente sea cirujano plástico y que se ofrece a cobrarles a sus amigos por sus servicios lo mismo que a sus clientes importantes. Quedémonos con la última declaración de 1:

Si es que hasta él lo dice, que es muy buena persona (...)

Quedémonos con esta declaración, porque lo que me apetece preguntarme hoy es por qué ciertas impresiones, más concretamente las que corresponden a impresiones positivas sobre uno mismo, no proporcionan la misma información sobre el sujeto -”uno mismo”- que cualquier otro tipo de sensación que éste pudiera expresar. Me explico:

Si una persona afirma “tener una impresión” sobre algo, es cierto que tal afirmación no aporta nada sobre la veracidad de su contenido, pero en principio lo normal es que, de ser la única información que tenemos sobre algo, se convierta en un argumento a favor de tal veracidad: si yo declaro creer que Juan es guapo, y nadie más le ha visto, en general se entenderá que hay más posibilidades de que lo sea que de que no, ya que es la única información que tenemos al respecto.

Entonces, ¿por qué con las afirmaciones sobre las virtudes del que habla no funciona igual? Si una persona afirma “ser buena persona”, tendemos a pensar inmediatamente que no debe serlo. Curioso.

Una cosa está clara: pensar que uno tiene una cualidad que no todo el mundo posee,y en un grado suficiente, además, como para resultar merecedor del adjetivo correspondiente a la cualidad, es un defecto. Es un defecto cuando menos relacionado con  la soberbia, eso seguro, dada la improbabilidad de la constancia de una cualidad en todos nuestros comportamientos -y es que cuando decía “y en un grado suficiente...” no me refería a “suficiente” en el sentido de que siempre se pueda ser mejor en algo, que también, sino en el de que calificar con un adjetivo virtuoso no una acción propia, esporádica, sino a uno mismo en general, implica que uno cree serlo  todo lo que lo puede ser, que uno es  lo que significa la palabra que nombra esa cualidad de manera permanente-. Entonces vale, es un defecto, y por tanto te restará puntos en general. Pero la cuestión es que este defecto no tendría que interferir con el adjetivo concreto que te hayas adjudicado. Es decir, si afirmas ser buena persona, por un lado proporcionas información sobre el tipo de persona que eres -buena/mala- y por otro sobre tu soberbia, de manera que el juicio apropiado posterior a tal afirmación parece que fuera

“Pues debe ser buena persona, si él lo dice. Ahora, qué prepotente, no, irlo diciendo por ahí”.


Y sin embargo, no es eso lo que pensamos. Pensamos, muy al contrario, que “seguro que no es buena persona”.

¿Es porque es incompatible ser soberbio y buena persona? ¿ Es porque es de hecho incompatible ser soberbio y casi todas las demás cualidades que consideramos virtudes?

Claro que no, pero la verdad es que lo parece, y si no que alguien me lo explique.

23/03/2008

Hace un par de días, mientras paseaba con Manolo por Ciudadela, encontrándonos en un callejón que parecía peatonal por un lado y silencioso por el mismo, apareció, en un momento dado, un coche detrás de nosotros. Paró en lo que parecía la puerta de atrás de algún negocio, y en lo que indudablemente era, a la vez, el espacio en el mundo inmediatamente contiguo al ocupado por nosotros dos. Que se puede decir que nos llegó a rozar, vaya. Entonces tocó el claxon. Lo tocó durante un tiempo desde cualquier punto de vista excesivo y a un volumen que desde el nuestro lo resultaba también, dada la distancia a la que nos encontrábamos. No pasó nada más. Nadie que pueda ser considerado gente dijo ni hizo nada más.
Precisamente por eso, porque lo único que sabemos de aquel desconsiderado caballero es que no tuvo demasiado tacto en su manera de hacer sonar su bocina –y porque nos sobresaltó lo suficiente como para que el incidente adquiriera el rango de anécdota, y su protagonista, así, de personaje del viaje-, el señor del claxon fue a partir de entonces y para nosotros sólo eso, el señor del claxon. Y ahora lo es para vosotros también.

Yo siempre he pensado que, de las maneras en que quedamos inmortalizados en el mundo –en los demás, por definición-, la que está constituida por millones de recuerdos de personas por nosotros desconocidas, cada uno de los recuerdos comprendido a su vez por un único aspecto, momento o actividad de nuestras vidas, es de las maneras más bonitas que hay. Ser la chica de ayer del autobús, la que entrenaba en el IBM, la que compraba naranjas de las baratas, a la que asusté con el claxon. De las más bonitas y con un grado de correspondencia con la realidad –la de cómo es nuestra vida- que creo puede llegar a superar el de la manera de dejar huella que tenemos más presente, la de los recuerdos complejos que guardan de nosotros los que tenemos más cerca, demasiado distorsionados a veces por factores ajenos a los hechos, ya sean sentimentales, de proyección propia en el recuerdo o de vaya usted a saber. La que compraba las naranjas baratas, esa lo soy. Seguro. Una buena amiga –espero que alguien lo piense de mí, claro-, eso está por demostrar.

Sin embargo, yo ya he distorsionado mi recuerdo del señor del claxon. El mío y el de todos, porque ahora le recuerda más gente de la que le oyó, y porque, por supuesto, el incidente ha sido ligeramente novelado. De modo que, ahora que la correspondencia con la realidad de esta forma de inmortalidad que me gusta tanto ha dejado de ser importante en el caso del señor del claxon y yo, he pensado que voy a atreverme a proponer que vayamos más allá en la distorsión del recuerdo, y nos inventemos su historia. Una vez le he negado el recuerdo efímero e intrascendental al que me debería haber limitado, si nos inventamos su historia quedará al menos inmortalizado de la manera más antigua y divertida de todas: la de las cosas que se cuentan y nunca ocurrieron.

Mis propuestas –y espero, ansiosa, las vuestras-:

-Llegaba algo tarde a por su hija a la tienda. Algo tarde o no, porque con estas cosas nunca se sabe. Iba a nacer su primer nieto. Ella ya había roto aguas, le había llamado histérica –el padre de la criatura se encontraba fuera de la ciudad- y él había llegado lo antes posible, que no estaba seguro de que fuera lo antes suficiente. Con los nervios del primerizo, del que no sabe si tendrán tiempo, del que no quiere fallar a su hija… con esos nervios toca el claxon para que ella sepa que ya está allí.

- Llegaba algo tarde a por su hija a la tienda. Algo tarde o no, porque con estas cosas nunca se sabe. Iba a nacer su quinto nieto –quién lo hubiera dicho, él, que había tenido una única hija-. Ella ya había roto aguas, le había llamado histérica –el padre de la criatura había estrellado su coche una semana antes, quedando inutilizado el automóvil y lastimado el padre- y él había llegado lo antes posible, bastante seguro de que llegaba a tiempo. Era un abuelo experimentado. Llegaba a la tienda relativamente calmado, pero inquieto, claro está. Relativamente calmado porque controlaba la situación: sabía que aún quedaban horas, sabía que tenía que llegar, tocar el claxon muy fuerte para que ella le oyera desde el salón, esperar a que la ayudaran a salir. Sabía que no había demasiada prisa.

-Por fin un día de vacaciones.Y soleado, además. Por fin un día en que la mujer de Sebas le había dado permiso para salir a pescar con él. Habían quedado en que éste pasaría a buscar a aquel a eso de las cuatro, cuando su mujer acostumbra a echarse a dormir un rato de siesta, rato en el cual, por tanto, no echaría tanto de menos a Sebas y sus cuidados. Han quedado en que le recogería en la tienda. En que llegaría y haría sonar el claxon muy sutilmente –para no despertar a la que querían que volviera a dejar a Sebas salir a pescar-. El claxon, y bajito. Nunca el timbre; el timbre la despertaría seguro. Pero nuestro hombre, que nunca utiliza el claxon porque es de temperamento tranquilo y porque vive en Menorca,  había olvidado que llevaba un año estropeado. Que no podía si quiera rozarlo sin que se disparase. Se había olvidado, y, en cuanto lo tocara, la despertaría. Y ahora está por ver que Sebas pueda volver a ir de pesca alguna vez.

05/03/2008

Hace ya días, y como todos por otro lado, tuve la oportunidad, las ganas y no más remedio que escuchar un fragmento de una conversación ajena que tenía lugar a mi lado en el tren de cercanías. Ocurre cada día, lo de escuchar fragmentos de conversaciones o fragmentos de otro tipo de formas de comunicación o conversaciones enteras; eso decía al principio. Ocurre cada día, y esa es la razón de que habitualmente uno comience a escuchar cualquier muestra de cualquiera de estos tipos con una sensación que se parece bastante, en el mejor de los casos, a la desidia más absoluta. Sin embargo, a veces tiene uno la oportunidad de no tener más remedio (esta vez no ambas cosas, sino la primera de la segunda) que escuchar absorto la información que le llega desde los demás. Y no porque exista siempre la posibilidad de sacar punta a todo como me dedico a hacer yo, por norma, sino debido al abismo que le separa del sujeto emisor en lo que a experiencias vividas se refiere.
Pero, además, algunas veces de ésas resulta que lo que más le impacta a uno no es el contenido en sí de aquello que escucha, no es cuán alejados están los hechos por otro relatados de poder ser contados alguna vez en primera persona; a veces es precisamente lo contrario lo que más conmueve al pasivo espectador: cómo las vidas de personas cuyas experiencias diarias son de hecho tan dispares pueden vivirse de manera tan parecida.
Hace ya días, y no como todos, resultó que era una de estas veces de veces.

Para confirmar que el fragmento que escuché podía haber pertenecido a una conversación mantenida por cualquiera de nosotros ante cualquier evento mínimamente excepcional de nuestras vidas -un examen vital, un nuevo curro con un horario imposible, un me voy a vivir a otro país-, me he permitido omitir las palabras clave, las que explican lo que pasaba, y dejar las importantes, las que explican cómo lo pasaba el que las decía.

VOZ MASCULINA: -Estoy bastante nervioso, a ver qué me dicen en -----------. Yo me temo lo peor, pero por ser pesimista. He dado por hecho que será---------------------.
VOZ FEMENINA: -Bueno,no creo que sea para tanto
VM: -Sobre todo, sea lo que sea, si ----------- vosotros me hacéis el favor de encargaros de la ---------, ¿no?
VF: -Que sí, que no te preocupes, que para eso están los amigos, si es que haces un mundo de todo. Todos tenemos problemillas, y lo que hay que hacer cuando se tienen es pedir ayuda a los colegas y ya está. Lo que no puedes hacer es ponerte en plan fin del mundo, que entonces sí se te viene todo encima.
VM: -Ya, si tienes razón. A mí me preocupa que os hagáis cargo de eso, de pagar --------------, lo demás ya me apaño yo solo.
VF: -Además, ya verás como ------------ al final no es para tanto. Me han dicho que se va a un montón de excursiones, y tendrás un curro y todo.
VM: -Y si hago amigos, pues mejor. Espero que haya buena gente, porque cuando estás así pachucho tener a alguien a quien contarle tus movidas, pues es mejor. Es que estoy nervioso, eh, tengo la tripa haciéndome cosas.
VF: -Es que eres un exagerado. Se pasa chulo, y aquí todo va a estar bien. Mira, nos bajamos en esta.

Me pareció reveladora la manera de sentir las cosas, de uno y otra. Pase lo que pase en la vida, se ve que la vida se parece mucho a sí misma.

El chico se temía prisión preventiva hasta el juicio, y quería que pagaran la pensión de su hija para poder volverla a ver alguna vez. Pero allí se ve que se pasa bien, que al final sí te da el aire.