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Cosas que hacemos y decimos la gente-por Blanca Gómez López

21/02/2008

Un día de la semana que hoy acaba, sería incapaz de decir cual pero uno, en cualquier caso, en el que tenía una guardia en el segundo piso, conocí a Dani -si estuviera segura, o tuviera ganas de inventármelo, de que el día de la semana al que me refiero era un miércoles, se podría haber creado un bonito paralelismo con la entrada anterior, comenzando la de hoy con la misma frase que aquélla pero acabando la misma primera  frase con un nombre diferente y más adecuado a la ocasión: el de Dani, claro-. Dani tiene doce años, cursa primero de ESO y pasa más horas en el pasillo que en ninguna otra estancia del instituto en el que compartimos rutina, hecho del que puedo dar fe.
Le expulsan, le expulsan y le expulsan, y yo me lo encuentro, me lo encuentro e insisto en encontrármelo cada vez que hago una guardia cerca de la puerta de su clase. Me lo encuentro y me quedo con él, por obligación -la de que no se divierta mucho, es, mi obligación, que ya se sabe, que lo de lograr que los alumnos identifiquen la expulsión de clase con un castigo es tarea de según qué profesorado, y una más ardua de lo que puede parecer a primera vista, además-, pero también por gusto: me encanta hablar con él. A Dani le gusta bailar Doraemon en clase y participar en otras actividades de similar capacidad de tocar los huevos al adulto a cargo de la clase, pero es buena gente. Parece buena gente desde el primer momento, parece de los regularmente expulsados que tienen potencial para dejar de serlo, y claro, uno tiene la tentación, desde ese primer momento, de indagar un poco en su visión de la situación, que puede resumirse un poco como sigue:
-Me castigan haga lo que haga. Es así, y la verdad es que si me van a castigar es más justo que sea porque me he portado mal, así que me porto mal.

¿Es más justo? Por supuesto que no. Que si te van a castigar es mejor, céteris páribus, pasárselo bien por el camino, eso está claro. Pero no es eso lo que argumentaba Dani. A él le parecía más justo*.
A él le parece que, si comete la infracción primero, es automáticamente más justo que le castiguen sin razón alguna, como harían de todas maneras.
Esto podría ser cierto si, bajo la lógica de la justicia, sucediera que es cierto el orden inverso de sucesión mal comportamiento/castigo al que estamos acostumbrados, esto es: si fuera justo portarse mal a raíz de un castigo sin razón aparente. A Dani le podría parecer que, así como la respuesta que hemos acordado justa para el mal comportamiento es el castigo, el castigo del castigo puede ser, a su vez, el mal comportamiento. Si fuera esto lo que a Dani le pareciera, entonces sí habría elegido libremente portarse mal: él comienza un círculo que conoce de antemano, lo pone en marcha teniendo muy claro lo que ocurrirá (portarse mal-castigo es el proceso que conoció originalmente; cuando empieza a experimentar el castigo sin razón alguna elige portarse mal en el futuro como respuesta justa al castigo injusto que ya es capaz de anticipar, justificando así el que tenga lugar después de esta respuesta -ojo,no os perdáis, en realidad cada día sólo ocurrirían un mal comportamiento y un castigo, aunque en el proceso mental haya más: el castigo anticipado, infundado, y el que Dani decide que ocurrirá fundadamente después de portarse mal para castigar el primero-).
Ahora bien: lo que a mí no me parece es que a Dani le parezca nada de eso. No creo que él encuentre justa su respuesta al mal comportamiento de la profesora. Lo que sí creo es que, para él, la justicia actúa también de manera retroactiva: una vez te van a castigar, si no te has ganado el castigo no habrá manera de que sea justo, no se la podrás devolver con nada que hagas después (o antes, con anticipación, como estábamos tentados a pensar que hacía más arriba). Lo único que puedes hacer es portarte mal antes pero antes de verdad, sin anticipación, sin venganza, sino más por mera prevención: los actos de la profesora  serán así desde el origen justificados, se habrá hecho justicia aunque las “protorazones” del castigo, lo que sea que se encuentra en la mente de la profesora y que le habrían  hecho imponerlo hubiera lo que hubiera pasado, no tengan nada que ver con lo que en última instancia lo acaba justificando. Por eso digo retroactiva: el castigo ocurre, y además de ocurrir resulta -al azar, puesto que hubiera ocurrido igual- que existía una causa justificada...ergo el castigo es justo.

Si es esto lo que siente Dani, no es justo. No puede elegir. Se tiene que portar mal, porque si no no hay manera de salvar la situación, sobre todo la de la conciencia de la profesora. Pero Dani se sacrifica pacientemente por ella, cada día, y lo único en que tiene razón es en que está haciendo lo que se espera de él. Es terriblemente injusto, claro.

*Es importante señalar que el análisis se basa obviando completamente la posibilidad de que la profesora NO le castigue, en realidad, haga lo que haga. Carecería por completo de interés.

09/02/2008

El miércoles, a eso de por la mañana, conocí a José Antonio. José Antonio es uno de los jefes de estudios  del instituto donde acabo de empezar a dar clase; el otro jefe de estudios, el que no es José Antonio sino Robert, se ausentará una temporada y por razones personales de su cargo en el centro, lo cual convierte temporalmente a nuestro recién conocido -para vosotros aún más recién y aún menos conocido que para mí- en una persona con un poder de decisión casi absoluto en lo que a la gestión del citado centro se refiere. Ahora bien: aunque a priori pueda parecer un tema interesante, la cuestión que aquí nos ocupa no es lo que José Antonio hace, o deja de hacer, con ese poder. No lo es siquiera si desea en absoluto  poseerlo, o más aún, ejercerlo -aunque bien podría haber sido que sí lo fuera, la cuestión, digo, porque la verdad es que no parece hacerle la más mínima gracia-.
Sí lo es, sin embargo, cómo lo ejerce. La manera en que se desenvuelve en el cargo. Sí es ése es  el intríngulis de esta historia: intentar transmitiros el estado de terror permanente en que vive José Antonio mientras ocupa su puesto de trabajo.
Sólo llevo dos días en el centro, y os puedo decir que creo que José Antonio vive en un estado de terror permanente mientras ocupa su puesto de trabajo debido únicamente a la existencia, en última instancia, y a la cercanía en que transcurre ésta, en primera, de su compañero Robert.

¿Cómo lo sé? Lo sé porque ocurre que se me ocurrió, a lo largo de mi primera conversación con nuestro conocido temeroso y debido a que sustituyo a nuestro temido desconocido, sugerir al primero que tal vez fuera buena idea llamar al segundo con el objeto de resolver algunas de mis dudas al respecto de las asignaturas en las que había de sustituirle. La respuesta que obtuve fue:
-Bueno, igual sí, no creo que se enfade.
No creo que haga falta decir que el simple hecho de que su respuesta inmediata no fuera llamar al sujeto sin más resultaba, por sí misma ,sospechosa, por mucho que se ofreciera disfrazada de lo contrario  -¿enfadarse? ¿por qué tendría que enfadarse?-* . De todas formas, no hacía falta ni siquiera esa sospecha inicial para percibir la ansiedad que mi propuesta había despertado en nuestro jefe, y es que el resto de la mañana, resto durante el cual yo opté discretamente por no volver a sacar a colación teléfono alguno, transcurrió en consecuencia entre la ausencia total del tema en la conversación y los momentos estelares en los que él sí decidía sacarlo. Estos momentos, muy alejados entre sí en el tiempo y no entre sí pero sí alejados de venir en absoluto al caso -de verdad, nadie más que él sacaba el tema-, tuvieron en su contenido una progresión de naturaleza parecida a la de los que aquí reproduzco:

-O sea, que igual no hace falta llamar en absoluto a Robert.

-Ah, pues mira qué bien, ya no llamamos a nadie.

-Si ya sabía yo que no hacía falta molestarle.

O sea, que sí. Que tenía mucho miedo de que se me ocurriera coger el teléfono, desde el momento en que la idea comenzó a existir. No quería que lo hiciera y así me lo dio a entender. Sin embargo, tampoco se atrevió a dejarlo tan claro, con aquella primera frase. Si tan horrible le parecía la posible conversión de la idea en acción, podría haber enunciado una más parecida a “Bueno, igual no, llamar a las personas a su casa es motivo suficiente para que se enfaden”.Pero claro, las personas o tienen miedo de las demás personas o no lo tienen, es decir, es muy difícil que alguien le tenga miedo a su compañero de despacho y que no resulte que tiende, en general, a tener miedo de la gente mientras no se demuestre que no es digna de su terror. José Antonio tenía miedo de mí, también. Menos que de Robert, eso está claro: lo importante era mostrar sus reticencias a llevar a cabo la idea de la llamada, cosa que hizo con bastante solvencia. Pero más que ninguno, eso también está claro: a la hora de mostrarlas, sólo se atrevió a “creer que no se enfadaría”.

Eso sí: si tengo razón y el enunciado de la frase que da sentido a esta entrada responde a la existencia de dos miedos de intereses contrapuestos e importancia diferente, entonces he de admitir que  cómo se desarrollaron el resto de sus frases sobre el tema a lo largo de la mañana no muestra sino que su miedo más débil, el que pudiera tenerme a mí,se fue diluyendo. A las dos ya estaba siendo incluso borde, diría yo. Qué manera de no imponerme a nadie, la mía.

* Por si así a priori la sospecha no os parece del todo obvia, os diré que la susodicha llamada es la manera estándar de empezar una sustitución en el marco de la enseñanza pública: en este tipo de centros, al no existir los jefes en el sentido clásico de la palabra, nadie sabe en realidad lo que hace el resto de los nadies durante el desarrollo de sus clases, de modo que el día que un nadie-interino comienza en un centro a sustituir a otra persona a los nadie-directores les falta tiempo para meterle el teléfono en la boca, y quitarse así todo el marrón que puedan de encima.

30/01/2008

Era lunes -en realidad no sé si era lunes. Al principio, apenas un instante después de escribirlo, me ha parecido que sí lo sabía, que si me había salido “lunes” es porque en realidad lo era. Ahora, unos instantes todavía después, lo que me parece es que me ha pasado que me ha parecido, sin siquiera darme cuenta de que me pasaba, que la historia es digna de transcurrir en lunes: esas lágrimas, esa música, en fin. No adelantemos acontecimientos. El caso es que con esas lágrimas y esa música, tenía que ser lunes-.

Era lunes y yo acababa de llegar al aula de informática de la facultad donde acostumbro a pasar mis mañanas últimamente, sin que venga la explicación de tal costumbre al caso, razón por la que no me detendré en ofrecerla. Acababa de llegar. Era, además de lunes, relativamente pronto, así que aún quedaban ordenadores libres al final de alguna hilera, donde a mí me gusta situarme. Es que está uno más solo, para lo bueno y para lo malo. En fin. La hilera que escogí me ofrecía el penúltimo ordenador, es decir, el inmediatamente anterior al que se encuentra pegado a la pared, ése que definitivamente te permite un grado de intimidad que, si bien nunca llega a ser del todo satisfactorio para intentar según qué cosas en una sala al fin y al cabo pública, sí resulta al menos bastante aceptable para según qué otras.

O, al menos, eso le debió de parecer a la que era su ocupante en el momento en que yo llegué: allí, en el último ordenador de la hilera, el que está contra la pared y te permite según qué cosas, un lunes, relativamente pronto, una chica lloraba sin demasiada discreción. Yo, que vivo para esto, no pude evitar intentar ver qué hacía en aquel ordenador, qué era aquello que le había puesto tan triste. Pues bien: trataba de escribir un e-mail, cosa que no acababa siquiera de comenzar a hacer. Primero supuse, aunque sin demasiada confianza en semejante suposición, que la mala noticia había llegado en un e-mail anterior, el cual trataba de contestar. Después, me puse a lo mío. Y aún después, ella, sin haber finalmente escrito ni una sola letra de la supuesta contestación -sí, existe una diferencia entre “lo mío” y lo suyo, aunque con mi descripción de los hechos resulte complicado saber cual es-, decidió que lo único que haría el resto de la mañana sería, por un lado, tragarse un video musical tras otro, con un cierto toque de romanticismo del de las tiendas como único denominador común. Por el otro, dejaría de molestarse lo más mínimo en tratar de ser discreta: a partir de ese momento, lloraría desconsoladamente, sin apenas poder respirar.

Podemos suponer que lo que buscaba con aquel desconsuelo era experimentar el sentimiento que requerían las circunstancias inevitables que se habían dado aquella mañana, fuesen las que fuesen. O, si queréis, experimentarlo a gusto,al menos: en todo su esplendor.


Al día siguiente, cuando llegué al aula de informática, el último sitio de la misma hilera, el que está contra la pared, se encontraba ocupado. Esta vez no era lunes, supongo, o sí, si total. Decidí, empujada por una cierta melancolía de la intensidad vivida el día anterior, sentarme justo al lado de su nueva inquilina y fijarme en ella. La nueva, para mi grata sorpresa, tampoco prometía demasiada normalidad: era mayor, original en el vestir, de respiración bastante sonora, de lamentos constantes y entrecortados en voz considerablemente alta... pues bien: lo que tal señora se dedicó a hacer, a lo largo de absolutamente toda la mañana, fue visionar capítulo tras capítulo de Pasión de Gavilanes, de cabo a rabo y no con poca pasión, esta vez con minúscula: los lamentos que de por sí la caracterizaban -y es que no cesaban ni en sus paseos al servicio ni en el espacio de tiempo que transcurría entre capítulo y capítulo, con que- se veían considerablemente reforzados según se iban sucediendo los acontecimientos en pantalla: cómo gritaba, cómo sufría. Qué bien le venía, para dar sentido a sus lamentos, aquella sucesión de desgracias tan bien planificada.

Podemos suponer, o eso hice yo por mi cuenta en aquel momento, que lo que buscaba eran una serie de circunstancias que justificaran el sentimiento inevitable que la invadía per se.


Cómo se hubieran podido ayudar, las ocupantes del último asiento de aquella hilera, si se hubieran encontrado. Lástima que no ocurriese todo en lunes, que no pudieran regalarse experimentación de sentimientos y circunstancias la una a la otra, que tuviesen que recurrir a la misma página web de videos que me niego a nombrar. Imaginaos la conversación, la escena, la plenitud de la vivencia.

19/01/2008

Un día de aquellos en que aún frecuentaba las líneas de grandes distancias de Renfe, que tantos contactos sociales pintorescos me proporcionaban, se convirtió definitivamente en uno de aquellos al proporcionarme uno de los otros, y uno bastante entretenido, además. Una pareja de chicas que se juraba a voz en grito y cada par de minutos amistad eterna -pero cuya relación más bien parecía hacer aguas- se dedicaron, durante todo el trayecto y además de a lo de gritarse, a la más vieja de las distracciones conocidas: a ingerir cantidades totalmente desmesuradas de alcohol en sus diferentes versiones consumibles. Con estos datos en vuestro poder, podéis imaginaros perfectamente en qué se basaba el entretenimiento que comentaba que nos proporcionaron al resto de los pasajeros de aquella parte del vagón.

Sin embargo, y aunque no lo haya parecido hasta ahora, sobre lo que quería escribir hoy no está relacionado con el desarrollo del viaje de estas dos señoritas, sino más bien con el inicio del mismo. Y es que la razón de que consiguieran ir sentadas juntas no es, como sin duda puede parecer, que les vendieran al planear el viaje los correspondientes billetes, no. La mala suerte y supongo que el dejar tal compra para el último momento habían conducido a que les vendieran y por tanto les correspondieran en inicio dos billetes de pasillo, uno de los cuales se encontraba justo a mi lado. No cabe demasiado misterio sobre cómo se resolvió la situación: evidentemente les cambié el sitio. Sólo a una de las dos, claro está. Pues bien, aquí viene lo interesante. La conversación que tuvo lugar entre esta una de ellas -que es, además, la que nos interesa- y yo misma, desde que se dieron cuenta recién llegadas al tren de que no estaban juntas hasta que se realizó el cambio de asientos con éxito, sólo consistió en tres frases:

Yo: -Si queréis os cambio el asiento, a mí me es igual
La una de las dos: -Ah, pues vale
La una de las dos, al rato, en voz alta: - Qué simpática es la gente. Desde luego, yo no le cambiaría el sitio a nadie aunque me lo pidiera. Aunque sólo fuera por joder.

Y me sorprendió, por qué no decirlo. Y después de sorprenderme decidí pensar un poco en ello.
 
La respuesta más inmediata que surge a la pregunta de por qué sorprende oír semejante frase parece obvia: lo que ha dicho tiene toda la pinta de ser cierto, claro, pero es que entonces, ¿por qué reconocerlo, si nadie te ha preguntado? Y claro, aquí es cuando se lía la cosa:  ¿por qué nos sorprende que se pronuncien según qué enunciados ciertos? Y es que estaréis conmigo en que lo que sorprende de tal afirmación no es la verdad de su contenido, sino el hecho mismo de que se pronuncie. Y si el contenido no nos resulta demasiado revelador, ¿por qué sí lo hace el pequeño añadido, en el peor de los casos, que debería suponer la sinceridad?

A simple vista puede parecer que nos molesta que otro nos recuerde que nosotros no sabemos si cederíamos realmente nuestro sitio -vale, ya sé que la mayoría sí haríamos algo tan sencillo y poco molesto, pero lo que busco es el mecanismo que hay detrás de nuestra reacción ante este tipo de enunciados, ante cualquiera de ellos, y cualquier cosa no sabemos si la haríamos-, y que, no contentos con ignorar si estaríamos dispuestos a hacerlo o no, decidimos cubrirnos las espaldas no queriendo oír hablar del tema. Porque parece que la única razón para acusarse a uno mismo es la de conseguir a la vez, con ello, acusar en mayor grado a los demás: ¡ellos son tan malos como yo,pero además lo niegan! Pero no, no es eso lo que nos molesta, no nos acaba de convencer el argumento de que la chica de la verdad nos quisiera llamar insolidarios y mentirosos. Ella seguramente no tenía insultarnos en mente, y esta seguridad nuestra se deriva del hecho de que sabemos que el planteamiento del supuesto insulto es más bien propio de alguien que nunca diría lo que ha dicho ella, es decir, es un planteamiento que se nos podría pcurrir a nosotros: como nos escandaliza que alguien no quiera mantener una imagen, simplemente nos inventamos la manera de que en realidad sí lo esté haciendo.
Por eso yo creo que no es eso. Yo creo que realmente la mayoría de acusaciones a uno mismo se derivan de una total indiferencia a lo que los demás opinen sobre el acto del que se acusa el sujeto, o incluso de una esperanza, diría yo, de que opinen que, efectivamente, tal acto es inadmisible.

A esta chica en concreto, creo yo, le daba bastante igual lo que pensáramos los demás. Y me atrevería a decir que es  precisamente eso lo que nos molesta. Que diga la verdad vale, que nos intente insultar también, pero que le dé igual lo que pensemos... eso sí que es intolerable.

20/12/2007

Ayer caminaba Diagonal abajo cuando una señora , que paseaba con sus amigas en sentido opuesto al mío, lo hacía invadiendo completamente el carril bici, que en ese caso –el de Diagonal- comparte espacio con el de los peatones. No puedo estar segura de ello, pero cuando aún las tenía lejos –ya me había fijado en la que nos interesa, porque a veces uso el citado carril y creedme, se les coge manía a los peatones que insisten en invadirlo- me pareció ver cómo una de las amigas de la protagonista le hacía ver su intromisión empujándola suavemente para invitarla a abandonar el carril, invitación que ella se limitó a ignorar. De todas maneras, como ya he dicho, no puedo estar segura de que tal secuencia invitación-ignorancia realmente tuviera lugar, de modo que sería injusto analizar el caso dando por hecho que así fue. Nos quedaremos con que, en cualquier caso, la señora sabía que caminaba por el carril bici, aunque no lo hiciera con actitud desafiante. Y lo sabemos porque, mientras se cruzaban conmigo ya y por tanto estaba a punto de perderlas para siempre,una bici pasaba rozándola a la vez que yo, pero por su otro lado, hecho que empujó a nuestra señora a afirmar, en voz bien alta: “no m’agraden, a mi, aquestes bicis”. Con esa frase ya había quedado dicho todo, con esas palabras ya teníamos todos los matices necesarios para que mereciera la pena comentar su visión sobre el tema. Sin embargo, su amiga le preguntó que cuáles –¿“aquestes”?- y ella respondió que las que iban por ese carril “perquè van així, tan ràpid”. Aunque la aclaración no modifica en nada el análisis que quiero yo hacer aquí ,la cito porque en realidad sí que aporta información sobre la veracidad de la suposición de partida que habíamos hecho:  la señora era, efectivamente, consciente de por dónde caminaba.

 
Esta señora afirma que odia “estas bicis”. Tal afirmación tiene un significado muy claro en las dos lenguas que estamos manejando aquí: que odia un grupo concreto de bicis, pero no todas. Ahora bien: la afirmación no la hace un mero espectador del grupo de bicis en cuestión, alguien que no tenga contacto con ellas. La hace una señora que ha decidido, previamente a su declaración, caminar por el carril bici. Es decir: primero ha decidido dejar de ser espectadora y comenzar a convivir –o, al menos, copasear- con un grupo de bicis concreto y a continuación ha afirmado detestar precisamente ese conjunto.

 

Estaréis conmigo en que la coartada lingüística es impecable: la señora no ha mentido (y me refiero a que no ha mentido cuando afirma odiar únicamente unas bicis, que es lo que ha querido decir, no al hecho de que si odia todas también odia algunas). No ha mentido y, sin embargo, no ha quedado tan mal como si hubiera afirmado detestar TODAS las bicis. ¿Cómo lo ha hecho? Es sencillo: odiar, odia todas del mundo, pero eso no lo quiere compartir con sus acompañantes. De modo que lo que hace es reducir el “mundo”: caminando por el tan mencionado carril, todas las bicis pertenecerán al grupo que ella odia, y no estará mintiendo cuando afirma que odia sólo las que pasan por allí. Lo que pasa es que serán todas las que vea en ese mundo reducido, y no estará mintiendo. Sí, ya lo sé, en ese momento las bicis que no pasen por el carril la delatan, pero yo me quedo no con que no miente atendiendo a todas las experiencias de su vida con bicis, sino con que no miente durante ese paseo, a lo largo del cual todas esas experiencias sí tendrán lugar en el carril.

 

Reduce el mundo, y aún va más allá. Una vez reducido, juega con el lenguaje y, aunque siente desde dentro de ese “pequeño” mundo detestando todas y cada una de las bicis que ve, habla desde fuera, desde el mundo “ampliado”, el que valía antes de que ella lo transformara: “no m’agraden, a mi, aquestes bicis”.

11/12/2007

En la fila de detrás de nosotros, en un avión de vuelta, les habían dado asiento a tres señoras. Dos de ellas eran tirando a entrañables, dada sobre todo su inocultable -o, en cualquier caso, inocultada- emoción relacionada con todo, absolutamente todo, lo que sucedía: se asomaron a la cabina del piloto cuando subieron al avión, dificultando el avance de la cola durante casi un minuto; durante el despegue, se agarraron con pasión al asiento de delante -que era, claro, el nuestro-; planearon cuidadosamente qué bebida y qué aperitivo pedirían cuando pasara la azafata, para no equivocarse bajo la presión del momento; comentaron al segundo cada detalle del absolutamente inaccidentado aterrizaje... bueno, comentar comentaron eso y todo lo que habían ido haciendo durante todo el trayecto, ellas y todos los demás pasajeros.

En fin, que eran monas.


La tercera señora, algo más joven, me desconcertaba. Hacía gala de un nivel de inocencia parecido al de sus compañeras, pero no estaba dispuesta a que lo pareciera. Estaba claro que se consideraba mucho más experimentada que sus colegas de viaje, y quizá lo fuera, pero el hecho de que se hubiera declarado a sí misma guía del grupo hacía que yo no pudiera decidir fácilmente cómo me caía -que es el sentido, al fin y al cabo, en el que “me desconcertaba”-. Y en un momento dado, justo después de aterrizar y justo antes de que yo me decidiera finalmente a sentir algo concreto hacia ella, tuvo lugar la siguiente conversación:


PERSONAJES:

Señora Maja número 1 (SM1)

Señora Maja número 2 (SM2)

Señora de simpatía ambigua (SSA)


SSA: ... y fíjate, qué cosas, que haya habido dos señores que han perdido el avión

SM1: ya, qué raro, que en el último momento no hayan llegado, qué lástima

SSA: y claro, han tenido que buscar las maletas y todo

SM2: ya, eh, figúrate tú hasta que las hayan encontrado

SM1: porque claro, no van a dejar a los hombres sin la maleta

SM2: ¿cómo? A ver, que no me entero. Son los hombres los que no aparecían, ¿no? No las maletas

SSA: bueno, es por seguridad, más que nada

SM1: claro, los señores no aparecían

SSA: pero ya habían facturado y todo, por eso

SM2: ah, vale, entonces como los señores ya habían dejado el equipaje, lo que no querían era dejarles sin maletas

SSA: (con el mismo tono que cuando pronunció la frase por primera vez): bueno, es por seguridad, más que nada

SM1: ay pobres, ellos allí y sus maletas en el otro lado...

SSA: es el procedimiento, así se hace, por seguridad

SM1: bueno claro,además vete tú a saber qué pueden llevar ahí dentro de las maletas

SM2: (que es mucho de “figúrate”): ¡uhhhhh! Es verdad. Y si encima no se han subido luego al avión, figúrate qué peligro

SM1: o también puede ser que hayan perdido el avión y no lleven nada, pero claro

SSA: claro, y como eso no hay forma de que lo sepan tampoco ellos, pues es el procedimiento.

SM1: pues yo eso lo veo bien,creo



... y ya está, ya lo sabía y ya lo sé: me cae mal.


Por ese típico comportamiento de


sacar un tema cuyos fundamentos sabes de antemano que tú conoces y los demás no


en vez de explicar directamente el quid de la cuestión, andar mareando la perdiz lanzando frases para poner sobre la pista, porque es tan obvio que cómo-te-lo-voy-a-explicar (acto especialmente feo cuando se comete detrás del anterior)


una vez conseguido tu objetivo de que quede claro que tú conoces el secreto y de que te parecía algo obvio de saber, no explicarlo del todo en ningún momento.


Y no digo que fuera mala, eh. Pero es que qué pereza.

22/11/2007

El otro día, haciendo la cola del banco para no sé qué, una señora bastante mayor empezó a contarme cosas. Bueno, en realidad se las contaba a Manolo, eso por un lado -que vale, que sí, que es más sociable que yo-; por el otro, es que además ni siquiera estoy segura de si las empezó a contar así, sin introducción alguna. Ahora que lo pienso, igual sí hubo introducción y lo que no hubo fue atención por mi parte hasta cierto momento, más concretamente en el que la cosa empezó a ponerse interesante. En cualquier caso, la cosa que contó entre las otras cosas y que a mi vez me apetece a mí contaros, es la que sigue:

A esta señora en cuestión la operaron hará poco más de un año de cataratas -creo, porque decir decir dijo de la vista, y Manolo le preguntó que si de cataratas, y ella ni se inmutó. Que esa es otra, que de su sordera no comentaré nada más, pero ahí estaba, ahí estaba su sordera o sus pocas ganas de hacer caso a nadie, acompañada/s de sus muchas de hablar, de las que tampoco haré mención y a las que tampoco trataré de buscar causas rocambolescas, como acostumbro a hacer-. O sea, que lo dejamos en cataratas, si os parece bien. En fin, que operarla la operaron, y que eso conllevó que la pobre se pasara los siguientes meses -los siguientes muchos, no he sido capaz de recordar los siguientes cuántos- con los ojos vendados. Vendados pero vendados del todo, como los minutos de reloj. Vendados como para no poder mirar nada de lo que tenía alrededor, ni, por descontado, a sí misma en espejo alguno.

La cuestión es que cuando le retiraron la venda lo primero que hizo fue correr a comprobar qué aspecto tenía. Bueno, en realidad esa no es la cuestión del todo. La del todo es que cuando consiguió verse quedó espantada. Se encontraba fea, muy fea, no podía creerse que hubiera pasado tanto tiempo con ese aspecto. ¿Y sabéis qué dos cosas fueron, de las que vio en aquel espejo,las que más le horrorizaron? Su boca, que la vio más arrugada que nunca, y sus gafas de sol nuevas, que alguien había elegido por ella para esta segunda fase de la rehabilitación y que, al parecer, ya había comenzado a utilizar mientras permanecía vendada. Digo lo de que debía haber empezado a llevar las gafas antes porque su gran preocupación, más que la fealdad en sí misma del complemento, era el hecho de haber tenido ese aspecto todo aquel tiempo sin siquiera haberse dado cuenta de ello. Día tras día, la gente la había mirado y había visto nada más y nada menos que aquella boca y aquellas gafas. Qué disgusto más tremendo.


Mientras la señora intentaba describirnos la sensación a la que acabo de referirme arriba -y durante bastante rato después, en realidad-, a mí me dio por pensar que debe ser acojonante tener la oportunidad de ver, de golpe y sin haber podido apreciarla progresivamente, la huella que sobre uno mismo ha dejado el paso de aunque sea tan poco tiempo. Ver lo mucho tiempo que sobre nuestra cara resulta ser “poco tiempo”, comprender que sólo nos reconocemos porque no dejamos de vernos ni un sólo día. Sin embargo, también pensaba que lo más acojonante que puede pasarte es descubrir todo eso con muchos años, porque así de paso compruebas que, tal y como te parecía, la vida es prácticamente igual que siempre.


Igual que siempre en lo tangible, en lo rápido o despacio que nos afecta el proceso de envejecimiento. Porque, por muy viejo que se encuentre uno, se ve que el paso de unos meses es suficientemente relevante sobre nuestra boca; el tiempo sigue pasando igual de rápido hasta el final.


A mí me parece una noticia genial, que seguiremos estando igual de vivos, según se mire.


Pero, además, igual que siempre en lo intangible: ¿las gafas?


Eso sí que me parece una noticia genial, saber que lo divertidos que resultamos ejerciendo nuestra absurdidad -que así es como se dice, os lo juro-, eso tampoco cambia. Qué menos, no, que no arrepentirse de nada.

13/11/2007


Los hechos se sucedieron muy rápido en aquella cola de súper: esperé a que llegara mi turno, vacié el carrito, lo dejé en el lugar apropiado para que me fueran devueltos los dos euros que había invertido en su uso, volví a la caja; mi compra ya estaba siendo registrada. Mi compra se había empezado a entremezclar con la de la chica anterior, la chica anterior se dio prisa en acabar de meterla en bolsas con el objeto de evitarlo, lo consiguió, se disponía a marcharse, vi que de una de ellas sobresalía un paquete de pasta como el que yo había comprado, le pregunté si no era mío, se tensó, me dijo que no, comprendí que el mío simplemente aún no había sido cobrado, la chica se fue. La chica se fue, el supuesto segundo paquete no apareció, el primero resultó ser mío, pensé “qué le vamos a hacer”.


Total, que me habían robado un paquete de pasta tricolor, de marca blanca. Y de una marca blanca especialmente económica, además. Lo digo porque creo que el dato demuestra por sí mismo que se puede descartar de todo punto el hurto premeditado, y dejar únicamente espacio a la equivocación. Ahora bien, ¿qué puede llevar a alguien a correr el riesgo de convertir a tanta gente como allí había en testigos de no haber pagado un paquete de pasta a cambio de, precisamente, un paquete de pasta? Porque, de hecho, nuestra protagonista se arriesgó. Se arriesgó al ni por un momento echar un vistazo a sus otras bolsas; se arriesgó al ni por un momento mostrar un atisbo de duda. Y, como se había equivocado con la pasta -de igual manera, por un lado, y debido a, por otro-, se equivocó con la decisión de no comprobarlo.


Se equivocó dos veces, y creo que no fue pura casualidad o tendencia natural a la equivocación por parte de la equivocada. Creo que hubo ciertos factores, relacionados con el estado de ánimo en que se hicieron las cosas, que facilitaron tanto error, y creo que fueron, de hecho, los siguientes:


-ESTRÉS: A la señora anterior a la chica anterior aún no os la he presentado. Se trataba de una señora elegante, vestida intencionadamente con aspecto de progre, que quería que todos nos diésemos cuenta de que estaba allí. Se olvidaba cosas encima de cosas, hablaba muy alto, lo hacía todo muy despacio y con mucho aire de superioridad. Lo del aire hacía que nos resultase especialmente desagradable lo de despacio, sobre todo porque la cajera que nos estaba atendiendo lo hacía ya fuera de tiempo en lo que a su horario laboral se refería.

Así se explica el primer rasgo de las condiciones bajo las que actuó nuestra protagonista, el estrés, el de no retrasar aún más la labor de aquella cajera por otra parte tan simpática.


-INDIGNACIÓN: Además de propiciar, en el resto de los componentes de la cola, la aparición de un cierto deseo de hacerlo todo rápido, la señora anterior a la chica anterior también consiguió crear un cierto grado de indignación en su sucesora, indignación que esta última tradujo, según me pareció, en seguir actuando con rapidez una vez efectuado el pago de sus compras: en ese momento, aunque la cajera hubiera quedado liberada y por tanto el estrés en este sentido dejara de estar vigente, era importante seguir siendo rápida, porque, si conseguía llenar las bolsas antes que su adversaria, habría tenido la oportunidad de darle una lección moral sobre cómo no alterar demasiado la vida de sus congéneres.



-ORGULLO: El momento en que yo, ajena a todo, volví de dejar mi carrito y le pregunté si no se estaba llevando mi pasta por equivocación, no era un momento cualquiera, ahora lo entiendo. Era el momento, precisamente, de la culminación de su actuación aleccionadora: había conseguido terminar antes que la señora anterior a ella, la chica anterior. Le había demostrado cuan eficiente y solidario se puede ser en la cola de la compra. No podía dudar de ella misma en aquel momento, es que no, es que si me planteo ahora si lo he hecho todo bien o no tiro todo el trabajo por tierra sobre todo si acabo tardando más tiempo en cargar por comprobar las bolsas tiro todo el trabajo por tierra


-VERGÜENZA: En realidad, el orgullo le rogó que actuara con determinación en el momento de dejar atrás la caja. Dudar, tuvo que dudar, porque lo había hecho todo muy rápido, porque todos dudamos como forma de vida, porque, al fin y al cabo, tenía razones para dudar. Pero el momento era demasiado importante para plantearse siquiera tener esa duda en cuenta. Ahora bien: una vez fuera del súper, esto es, una vez había resuelto con éxito la situación -cuya importancia en realidad no residía sino en terminar rápido- , la comprobación de errores, o incuso la enmienda de los mismos, hubiera podido parecerle a nuestra chica anterior un final perfecto de actuación, un tener la posibilidad de ampliar el horizonte pedagógico de la misma.

Pero esas cosas, volver sobre las situaciones una vez acabadas las situaciones, dan mucha vergüenza.